Cada cultura tiene una forma especial de contarnos cuentos, pero, de todas ellas, quizá sea la japonesa la que desprenda un encanto especial.
Como si de un dulce perfume se tratara, los cuentos de hadas japoneses exhalan, con gran delicadeza, la esencia de todas las historias que se vivieron en la Tierra del Sol Naciente hace muchos años, tantos, que nadie se atrevería a jurar que fueron ciertas. Puede que estos cuentos en los que aparecen bailarinas y geishas de largas cabelleras, cortejos y amores con viejos samurais, dioses, diosas y seres sobrenaturales nos enseñen a sufrir y a amar, como humanos que somos, y acabemos sabiendo más cosas que los inmortales.
El Cuenco Negro
Hace mucho tiempo,
en un lugar del país no muy lejano a Kioto, la gran ciudad alegre, vivía una
pareja ciertamente honesta. Su cabaña estaba situada en un paraje solitario,
cerca de un frondoso bosque de pinos. La gente decía que el bosque estaba
encantado; contaban que se hallaba lleno de astutos zorros. Corrían historias
de que, bajo el musgo que cubría la tierra, habitaban los elfos, y que los
narigudos Tengu tomaban el té tres
veces al mes en medio de la espesura.
Incluso se decía que las hijas de las hadas jugaban al escondite cada
mañana, antes del alba. Además de todo esto, la gente no se mordía la lengua y
decía que la honesta pareja era un tanto misteriosa, que la mujer era adivina y
el hombre, un brujo. Pero no era menos cierto que la pareja no hizo nunca daño
a nadie, que vivían muy humildemente y que tenían una bella hija. La pequeña
era linda y hermosa como una princesa; una chiquilla de maneras educadas que
trabajaba tan duro como un muchacho que recolectara arroz. De puertas adentro, estaba
hecha toda una ama de casa, pues lavaba, cocinaba e iba a buscar agua. Iba
siempre descalza y llevaba un vestido gris que había tejido su madre. Era
morena y delgada; una doncella, en fin, dulce y humilde, que dormía sobre un
lecho de musgo, muchas veces sin haber podido cenar.
Todavía era muy
joven cuando su padre murió y su madre enfermó de gravedad. La mujer se pasaba
el día sentada en una esquina de la cabaña, esperando su final; su hija la
acompañaba, llorando lágrimas de amargura.
─Hija ─dijo un día
la madre─, ¿sabes que eres tan hermosa como una princesa?
─¿Lo soy? ─preguntó
la doncella, y siguió llorando.
─¿Sabes que tus
modales con exquisitos? ─insistió la madre.
─¿Lo son? ─volvió a
preguntar la doncella, y siguió llorando.
─Mi niña ─dijo la
madre─, por favor, detén tu llanto un instante y escúchame.
La pequeña doncella
dejó de llorar y cercó su cabeza a la de su madre, que se hallaba recostada
sobre una almohada.
─Escucha ─le
susurró su madre─ y recuerda siempre lo que voy a decirte. Es una gran
desgracia, para una chica, se pobre y bonita a la vez. Si una muchacha es
hermosa, inocente y además está sola, sólo los dioses podrán ayudarla. Sin
duda, ellos te ayudarán, mi pequeña, pero yo he pensado en algo más. Ve a
buscar el gran cuenco negro de arroz que hay en la estantería.
La chica fue a
buscarlo.
─Mira: cubro tu
cabeza con él para que toda tu belleza quede oculta.
─¡Oh, madre! ─se
lamentó la muchacha─, ¡pesa mucho!
─Te salvará de
aquello que es aún una carga más pesada ─explicó la madre─. Si me quieres,
prométeme que no te lo quitarás hasta que llegue el momento.
─¡Lo prometo! ¡Lo
prometo! Pero, ¿cómo sabré cuándo llega ese momento?
─Simplemente lo
sabrás… Y ahora, ayúdame a salir fuera, pues va a despuntar el aula y me
gustaría ver de nuevo a las hijas de las hadas corriendo por el bosque.
La muchacha, que
llevaba el cuenco negro sobre sus hombros, cubriéndole la cabeza, alzó en
brazos a su madre y la llevó a un lugar cerca de los grandes árboles. Allí
estaban las hijas de las hadas correteando por entre los árboles, jugando al
escondite. Las pequeñas criaturas, cuyas ropas flotaban al viento, reían al
perseguirse. La madre sonrió al verlas; antes de las siete de la mañana expiró
dulcemente, con una sonrisa en el rostro.
Pasaron los días y
la provisión de arroz se agotó; la muchacha del cuenco negro supo que debía
partir para encontrar más comida, pues de lo contrario moriría de hambre. Se
ocupó primero de la tumba de sus padres: vertió agua para los muertos, como es
tradición, y recitó muchos textos sagrados. Entonces, la valiente muchacha se
calzó las sandalias, se arremangó sus saldas grises mostrando unas enaguas de
color rosa, envolvió a los dioses del hogar en un pañuelo azul y partió sola a
buscar fortuna.
A pesar de la
esbeltez se su figura y de sus preciosos pies, la verdad es que ofrecía un
aspecto extraño: el gran cuenco cubría su cabeza y sumía su rostro en las
sombras. Al pasar por un pequeño pueblo, dos mujeres que lavaban la ropa en el
arroyo se la quedaron mirando y empezaron a reír.
─¡Es un duende!
─exclamó una.
─¡Fuera de aquí!
─gritó la otra─. ¡Vete, desvergonzada, vete con tu falsa modestia! Pasearte por
ahí con ese cuenco en la cabeza es como ir buscando que los hombres se fijen en
una y digan: «veamos qué hay escondido bajo ese cuenco››. ¡Cuánta indecencia!
La pobre muchacha
continuó su camino. En algunos pueblos, los niños le tiraban piedras y bolas de
barro sólo para divertirse; en otros, los patanes la zarandeaban bruscamente,
le agarraban el vestido y se burlaban de ella; algunos, incluso, intentaron
quitarle el cuenco por la fuerza, pero sólo lo probaron una vez, pues el
contacto con el cuenco les produjo un escozor, peor que el de una ortiga, que
los obligó a alejarse, gritando y rascándose con desesperación.
La doncella iba en
busca de fortuna, pero las cosas se le estaban poniendo muy difíciles. Podía
pedir trabajo, pero ¿cómo conseguirlo? Nadie estaba dispuesto a dar empleo a
una chica que llevaba un cuenco negro sobre la cabeza.
Al fin un día,
agotada, se sentó sobre una piedra y rompió a llorar como si su corazón
fuera partirse en dos. Las lágrimas
resbalaban por sus mejillas y por su barbilla; parecía que fuera el cuenco el
que llorara.
En aquellos
momentos, llegó por el camino un trovador, con su biwa colgada a la espalda. Era un joven despierto y pronto se
percató de las lágrimas que cubrían la blanca barbilla de la doncella: eso era
todo lo que podía ver de su rostro.
─¡Oh, chica del cuenco
en la cabeza! ─exclamó─, ¿por qué lloras sentada junto al camino?
─Lloro ─respondió
ella─, porque el mundo es muy cruel. Estoy hambrienta y cansada… y nadie me
ofrece trabajo ni me da dinero.
─Eso es injusto
─dijo el trovador, pues su corazón era bondadoso─. Lamentablemente, yo no tengo
ni una moneda, pues si no te la daría. Lo siento mucho: lo único que puedo
hacer por ti es cantarte una canción.
Diciendo esto,
cogió su biwa, rasgó las cuerdas con
sus dedos y empezó a tocar.
«Para las lágrimas
de tu blanca barbilla››, dijo, y cantó:
«El cerezo blanco florece junto
al camino,
¡qué negra es la sombra de la
nube!
El cerezo blanco se marchita
junto al camino:
recelad de la negra sombra de la
nube,
escuchad, escuchad cómo cae la
lluvia,
cómo cae desde la negra nube,
Oh, cerezo silvestre, sus dulces
flores
se echan a perder;
marchitas están sus flores,
tristes, en sus ramas.››
─Mi Señor, no
entiendo vuestra canción ─dijo la chica del cuenco en la cabeza.
─Pues,
sinceramente, creo que está muy claro ─afirmó el trovador, mientras se ponía en
marcha. El joven, pues, siguió su caminando hasta llegar a la casa de un rico
granjero. Entró y se presentó; las gentes que allí vivían le pidieron que
cantara ante el amo de la casa.
─Con muchísimo
gusto ─dijo el trovador─. Os cantaré una nueva pieza que acabo de componer.
Y de este modo,
entonó la canción del cerezo silvestre y la gran nube negra.
Cuando hubo
acabado, el amo de la casa le pidió:
─Dinos cómo se debe
interpretar lo que has cantado.
─Con mucho gusto
─dijo el trovador─. El cerezo silvestre es el rostro de una joven que vi
sentada junto al camino. Llevaba un cuenco negro de madera sobre su cabeza, que
en mi canción es la gran nube negra. Y bajo esa nube vi caer sus lágrimas,
grandes gotas que mojaban su barbilla, como si fueran lluvia. Ella me dijo que
lloraba de hambre, pues nadie le ofrecía trabajo ni le daba dinero.
─La verdad es que
me gustaría poder ayudar a la pobre muchacha del cuenco en la cabeza ─dijo el
amo de la casa.
─Si realmente
queréis ayudarla, podéis hacerlo ─dijo el trovador─. Está sentada muy cerca de
aquí, a un tiro de piedra.
Así que salieron
los criados y trajeron a la muchacha.
En un abrir y
cerrar de ojos, la doncella fue empleada para trabajar en los campos del rico
granjero. Trabajaba de sol a sol en los campos de arroz, con las faldas
arremangadas, blandiendo la hoz mientras el sol caía a plomo sobre el cuenco en
su cabeza; pero tenía comida y un lugar en el que poder descansar por la noche
y con eso se sentía satisfecha.
Cayó en gracia a
los ojos de su amo y éste la mantuvo en los campos hasta que toda la cosecha
estuvo recogida. Entonces la llevó a su casa, donde había mucho trabajo que
hacer, pues su esposa era una mujer débil y enfermiza. Desde aquel momento, la
doncella fue feliz como un pájaro: se ocupaba de sus labores mientras cantaba.
Cada noche, antes de acostase, daba gracias a los dioses por su buena fortuna.
El cuenco negro seguía sobre su cabeza.
Cuando llegó el Año
Nuevo, la mujer del granjero, muy excitada, le ordenó:
─¡Deprisa, deprisa!
¡Friega, cocina, cose, vamos, manos a la obra! La casa debe estar más limpia y
bonita que nunca!
─Tenedlo por seguro, lo haré con todo mi
corazón ─dijo la muchacha, mientras se ponía a trabajar─; pero, decidme,
señora, si se me permite la pregunta… ¿acaso vamos a ofrecer una fiesta?
─Desde luego,
daremos no una fiesta, sino muchas ─contestó la mujer del granjero─. Mi hijo,
el que vive en la gran ciudad de Kioto, viene a visitarnos.
Este hijo que vivía
en la ciudad era joven y apuesto. Todos los vecinos fueron invitados a la
fiesta y hubo mucha alegría. Comieron y bailaron, cantaron y bromearon. Se
sirvieron muchos cuencos de arroz rojo y muchas copas de sake. Durante todos
los festejos, la muchacha del cuenco en la cabeza se ocupaba discretamente de
sus labores en la cocina, lejos de todo el jolgorio.
Un día, los
invitados pidieron más vino, pero éste se había terminado. Así que el hijo de
la casa cogió la botella de sake y se dirigió a la cocina. Allí vio a la
doncella, sentada sobre un montón de leña, que avivaba el fuego con un abanico
de bambú.
─Por mi vida que
debo ver aquello que se oculta bajo ese cuenco negro ─se dijo el apuesto joven.
Y ello se convirtió en su obsesión diaria: espiaba a la chica siempre que
podía, que no era mucho, pero sí lo suficiente como para que se olvidara por
completo de Kioto, pues se quedó en casa con la intención de cortejar a la
muchacha.
Su padre se rió del
asunto y su madre se inquietó; los vecinos se echaron las manos a la cabeza,
pero no sirvió de nada.
─¡Oh preciosa,
preciosa dama del cuenco negro! Ella, y no otra, debe ser mi esposa. ¡Debo
tenerla y la tendré! ─se repetía a todas horas el impetuoso joven. Tan
convencido estaba de sus propósitos que, al cabo de pocos días fijó la fecha de
la boda.
Cuando llegó el
día, las jóvenes doncellas del pueblo acudieron a engalanar a la novia. La
vistieron con una bella y lujosa túnica de brocado blanco y un hakama de seda escarlata; sobre los
hombros le echaron un manto azul, púrpura y oro. Entre ellas charlaban y
cuchicheaban, pero la novia no dijo ni una palabra. Estaba triste porque no
tenía nada que ofrecer a su novio y también por la decepción de los padres del
muchacho ante la elección de su hijo: una muchacha que era casi una pordiosera.
No decía nada, pero las lágrimas brillaban sobre su blanca barbilla.
─¡Ahora, fuera ese
horrible cuenco! ─exclamaron las doncellas─; a llegado la hora de peinar a la
doncella y de atar su pelo con doradas horquillas.
Así que cogieron el
cuenco con sus manos para levantarlo, pero no pudieron ni tan siquiera moverlo.
─Probemos de nuevo ─dijeron, y tiraron de él
con todas sus fuerzas. Pero no se movió.
─¡Está embrujado!
Intentémoslo por tercera vez.
Volvieron a probarlo
y el cuenco no se movió ni un ápice, pero de su interior salieron gritos y
lamentos:
─¡Ah, parad, parad
por favor! ─se quejó la pobre novia─, ¡me vais a arrancar la cabeza!
Así que las
doncellas se vieron obligadas a llevarla a presencia del novio tal como estaba.
─Amor mío, yo no
temo al cuenco de madera ─dijo el joven.
Trajeron una jarra
de plata y sirvieron el sake. De la misma copa plateada bebieron el místico «Tres
Veces Tres›› que los convertía en marido y mujer.
En aquel instante,
el cuenco reventó en mil pedazos que se estrellaron contra el suelo, causando
un fuerte estrépito. Junto con el cuenco, cayó una lluvia de oro y plata,
perlas, rubíes y esmeraldas; joyas de valor incalculable. Todos los presentes
se quedaron boquiabiertos mientras contemplaban aquella dote digna de una
princesa.
Pero el novio no
prestó atención al prodigio: mirando a la muchacha directamente a los ojos, le
dijo: «Amor mío, ninguna joya en el mundo brilla como tus ojos››.
Fin
Cuento extraído del libro "Cuentos de Hadas Japoneses",
Colección Magoria, 1999, por Ediciones Obelisco
¿Es un cuento muy romántico, verdad? Bueno, como sabrán por estas alturas, MEGA ha borrado las cuentas que me había donado un visitante del blog y con ellos varios links de varios doramas cayeron. Ahora estoy en la pesada y tediosa tarea de resubir todo otra vez acortando aún más mi poquísimo tiempo libre... Espero que me banquen y sean pacientes hasta que todo esté resuelto :)
¡Nos leemos en la próxima entrada!
¡Gracias por visitar mi blog!
¡Cuídense!
Sayounara Bye Bye!
fue hermoso *w*) <3
ResponderBorrarMuy bonito cuento :-(
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