Cada cultura tiene una forma especial de contarnos cuentos, pero,
de todas ellas, quizá sea la japonesa la que desprenda un encanto especial.
Como si de un dulce perfume se tratara, los cuentos de hadas
japoneses exhalan, con gran delicadeza, la esencia de todas las historias que
se vivieron en la Tierra del Sol Naciente hace muchos años, tantos, que nadie
se atrevería a jurar que fueron ciertas. Puede que estos cuentos en los que
aparecen bailarinas y geishas de largas cabelleras, cortejos y amores con
viejos samurais, dioses, diosas y seres sobrenaturales nos enseñen a sufrir y a
amar, como humanos que somos, y acabemos sabiendo más cosas que los inmortales.
En Busca del Fuego
El Poeta Sabio estaba sentado, leyendo a la luz de una vela. Era
una noche del séptimo mes: la cigarra cantaba, escondida en las flores del
granado, y la rana croaba junto al estanque. El cielo estaba cubierto de
estrellas; el aire era denso y aromático. Pero el Poeta estaba triste, pues las
pequeñas mariposas nocturnas se acercaban demasiado a la llama de la vela, y no
sólo las mariposas, sino también los abejorros y las libélulas de alas multicolores.
Todas y cada una de estas pequeñas criaturas llegaban en busca del Fuego; todas
y cada una se quemaban las alas en la llama y morían. El Poeta se afligía.
—Pequeñas e indefensas criaturas de la noche, —dijo —¿por qué
seguís volando en busca del Fuego? Nunca, nunca lo conseguiréis; lucharéis y
moriréis. ¿Acaso no habéis oído la historia de la Reina Luciérnaga?
Las pequeñas mariposas nocturnas, los abejorros y las libélulas
siguieron volando alrededor de la vela sin prestarle atención.
—Nunca han oído hablar de ella, —dedujo el Poeta; —es una vieja
historia. —Escuchad:
«La Reina Luciérnaga era la más hermosa y resplandeciente de todas
las pequeñas criaturas que vuelan. Vivía en el corazón de un rosado loto que
flotaba sobre las aguas de un plácido lago. Era como el reflejo de una estrella
sobre las aguas.
Debéis saber, oh pequeñas criaturas de la noche, que la Reina
Luciérnaga tenía muchos pretendientes. Las pequeñas mariposas nocturnas, los
abejorros y las libélulas volaban hacia el loto del lago, con los corazones
henchidos de amor apasionado. "¡Ten compasión, ten compasión, Reina de las
Luciérnagas, brillante luz del lago!", suplicaban. Pero la Reina
Luciérnaga sonreía, inmutable y resplandeciente. No parecía notar el aroma del
amor que flotaba a su alrededor.
Al fin dijo: "¡Oh, amantes!, ¿qué hacéis aquí ociosos,
perturbando mi morada? Probadme vuestro amor, si es que realmente me amáis. Id
y traedme el Fuego, y entonces os daré una respuesta".
Entonces, ¡oh pequeñas criaturas de la noche!, hubo un veloz y
ruidoso aleteo, y las mariposas nocturnas, los abejorros y las libélulas
partieron en busca del Fuego. La Reina Luciérnaga rió. Más tarde os contaré el
motivo de sus risas.
Los pretendientes volaron a través de la noche, bus-cando aquí y
allá, llevando con ellos su amor. Encontraron ventanas entreabiertas, de las
que salía luz, y entraron. En una habitación había una muchacha que sacó una
carta de amor que guardaba bajo su almohada y la leyó entre lágrimas, a la luz
de una vela. En otra, había una mujer sentada frente a un espejo que sostenía
en alto una luz mientras se maquillaba. Una gran mariposa blanca apagó la
temblorosa llama con sus alas.
"¡Cielos, tengo miedo!",
chilló la mujer; "¡qué horrible oscuridad!".
En otro lugar había un hombre que agonizaba: "Por piedad,
alumbradme, pues cae la noche".
"Las luces están encendidas", le dijeron, "desde
hace ya mucho rato. La vela está junto a ti, con una legión de mariposas y
libélulas que vuelan a su alrededor".
"No puedo ver nada", murmuró el hombre.
Todas aquellas criaturas que volaban en busca del Fuego se
quemaban sus frágiles alas en las llamas. Al amanecer, habían muerto a cientos
y las gentes las barrieron y olvidaron.
La Reina Luciérnaga estaba en su loto junto a su amado, el gran
Señor de las Luciérnagas, tan brillante como ella. Él no tenía ninguna
necesidad de ir en busca del Fuego, pues las llamas habitaban bajo sus alas.
De este modo, la Reina Luciérnaga se burló de sus pretendientes;
éste era el motivo de sus risas cuando los envió a aquella vana e inútil
aventura.»
—No os dejéis engañar, —concluyó el Poeta Sabio, —oh, pequeñas
criaturas de la noche. La Reina Luciérnaga nunca cambiará, nunca. Abandonad la
búsqueda del Fuego.
Pero las pequeñas mariposas nocturnas, los abejorros y las
libélulas seguían volando alrededor de la vela sin prestarle atención; se
quemaban las alas en la llama y morían.
Entonces el Poeta apagó la vela con un soplido.
—Será mejor que permanezca en la oscuridad; es la única solución.
Fin
Cuento extraído del libro
"Cuentos de Hadas Japoneses",
Colección Magoria, 1999,
por Ediciones Obelisco
¡No dejes de comprar el libro
impreso en cuanto puedas! ¡Ayuda al autor!
¡Nos
leemos en la próxima entrada!
¡Gracias
por visitar mi blog!
¡Cuídense!
Sayounara
Bye Bye!
Gabriella
Yu
Que lindo cuento!!! Que mala la luciernaga... que amable por parte del sabio poeta el haber apagado la vela para que no mueran!
ResponderBorrar¡Qué bueno que te gustó! Bonito el final, ¿no? :>)
ResponderBorrarSi es muy lindo!!!
BorrarEs de los pocos... :-) :-(
Borrar