Cada cultura tiene una forma especial de contarnos cuentos, pero,
de todas ellas, quizá sea la japonesa la que desprenda un encanto especial.
Como si de un dulce perfume se tratara, los cuentos de hadas
japoneses exhalan, con gran delicadeza, la esencia de todas las historias que
se vivieron en la Tierra del Sol Naciente hace muchos años, tantos, que nadie
se atrevería a jurar que fueron ciertas. Puede que estos cuentos en los que
aparecen bailarinas y geishas de largas cabelleras, cortejos y amores con
viejos samurais, dioses, diosas y seres sobrenaturales nos enseñen a sufrir y a
amar, como humanos que somos, y acabemos sabiendo más cosas que los inmortales.
La Hermosa Bailarina de
Yedo
Ésta es la historia de Sakura-ko, Flor del Cerezo, la hermosa
bailarina de Yedo. Era una geisha, hija de un samurai, que se vendió como
sierva tras la muerte de su padre para que su madre pudiera comer. ¡Qué
historia tan triste! El dinero con que se la compró fue llamado Namida no Kané,
que significa «dinero de lágrimas».
Sakura-ko vivía en la estrecha callejuela de las geishas, allí
donde las linternas blancas y rojas se mecen al viento y los ciruelos florecen
bajo la luz del atardecer. La calle de las geishas estaba siempre llena de
música, pues nunca dejaba de sonar el samisen.
Sakura-ko también tocaba el samisen, además del kotto, la biwa y
los pequeños tambores de mano; de hecho, era diestra en muchas artes. Podía
componer canciones y cantarlas. Tenía unos bellos ojos rasgados; su pelo era
negro y sus manos, blancas. Su belleza era maravillosa, y maravillosa era
también su capacidad para complacer. Del alba al ocaso y del ocaso al alba
siempre sonreía, escondiendo los sentimientos que albergaba su corazón. Durante
el día se la veía sentada en el porche de la casa de su señora, meditando
inmóvil y silenciosa mientras observaba la calle de las geishas. Y los transeúntes
se decían al pasar: «Mira, ahí está Sakura-ko, la Flor del Cerezo, la hermosa
bailarina de Yedo. La geisha sin par».
Pero Sakura-ko observaba la calle, meditabunda, y decía: «Estrecha
callejuela de las geishas, asfaltada con amargura y corazones rotos; tus casas
están repletas de vanas esperanzas e inútiles lamentos; la juventud, el amor y
la aflicción habitan en ellas. Las flores de tus jardines están regadas con
lágrimas».
Los caballeros de Yedo necesitaban saciar sus propias ansias de
placer, así que Sakura-ko servía banquetes todas las noches. Empalidecía sus
mejillas y su frente con maquillaje y pintaba con beni sus labios. Vestía ropas
de seda de todos los colores: oro, púrpura, gris, verde y negro, y también un
obi de brocado, exquisita-mente ceñido. Llevaba el pelo recogido con agujas de
coral y jade y con horquillas de laca dorada y caparazón de tortuga. Servía el
cake y alegraba a los comensales. Y además, bailaba.
Su forma de bailar fue loada por tres poetas. Uno de ellos dijo:
«Es más liviana que el vuelo multicolor del dragón». El segundo comentó: «Se
mueve como la bruma de la mañana entre los rayos del sol». Y el tercero afirmó:
«Es como el balanceo de la rama de un sauce reflejada sobre el río».
Pero ha llegado la hora de contar la historia de sus tres
pretendientes.
El primero de ellos no era joven ni viejo. Era, eso sí, muy rico;
un hombre importante en Yedo. Envió a su criado a la calle de las geishas,
cargado de dinero. Sakura-ko le cerró la puerta en las narices tras decirle:
«Te has equivocado; éste no es el sitio que buscas. Deberías haber ido a la
calle de las jugueterías y haberle comprado a tu amo una muñeca; hazle saber
que aquí no hay ninguna muñeca».
Tras este episodio, el caballero acudió en persona:
—Ven conmigo, ¡oh Flor del Cerezo! —dijo—, pues debo tenerte.
—¿Debéis? —preguntó ella, apartando su mirada.
—Sí —contestó el caballero—, debo es la palabra, Flor del Cerezo.
—¿Qué me ofrecéis? —preguntó ella.
—Hermosas ropas, seda y brocados; una casa, esteras blancas y
apacibles balcones. Criados que te servirán y horquillas de oro..., todo lo que
desees.
—¿Y qué debo ofreceros yo a cambio? —dijo ella.
—Tan sólo a ti misma, ¡oh Flor del Cerezo!
—¿En cuerpo y alma? —preguntó.
El caballero respondió:
—En cuerpo y alma.
—Entonces, adiós, Señor —concluyó ella—. Quiero seguir siendo una
geisha. Es una vida alegre y divertida —dijo, riendo.
Éste fue el fin de la historia del primer pretendiente.
El segundo pretendiente era un hombre viejo. Ser viejo y sabio es
algo loable, pero éste era viejo y estúpido.
—Sakura-ko —dijo—, ¡oh mujer cruel!, estoy loco de amor por ti.
—Mi Señor, la verdad es que me cuesta creerlo.
Y él contestó:
—No soy tan viejo.
—Por la divina compasión de los dioses —dijo ella—, ¡si estáis a
punto de acabar vuestros días! Id a casa y leed las buenas leyes.
Pero el anciano no prestó ninguna atención a estas palabras. Al
contrario, hizo que fuera a su casa para asistir a un gran banquete que había
organizado para ella. Una vez hubieron acabado de comer, ella bailó para él,
vestida con un hakama escarlata y un manto de brocado. Tras el baile, el
anciano hizo que se sentara junto a él y pidió licor para que lo bebieran
juntos. La geisha que sirvió el sake se llamaba Ola Plateada.
Después de beber ambos, el anciano pretendiente la atrajo hacia sí
y dijo:
—Acércate, amor mío, mi prometida; eres mía para siempre. Había
veneno en la copa que has bebido. No temas, moriremos juntos. Viaja conmigo
hasta el Meido.
Pero Sakura-ko aclaró:
—Mi hermana Ola Plateada y yo no somos niñas, y no somos tampoco
viejas estúpidas a las que se pueda engañar. No he bebido sake y, por lo tanto,
tampoco he bebido veneno. Mi hermana vertió té frío en mi copa. Como siento
lástima por ti, me quedaré a tu lado hasta que mueras.
El anciano murió en sus brazos y tuvo que emprender el viaje al
Meido él solo.
—¡Oh dioses! —lloró la Flor
del Cerezo. Pero su hermana, Ola Plateada, la consoló:
—Guarda tus lágrimas —le dijo—. Tiempo tendrás para llorar. No
malgastes tu llanto por alguien como él.
Y éste fue el fin de la historia del segundo pretendiente.
El tercer pretendiente era un hombre joven y valiente, osado y
apuesto. Vio por primera vez a Flor del Cerezo en una fiesta en casa de su
padre. Más tarde fue a buscarla a la calle de las geishas. La encontró apoyada
sobre la barandilla del balcón de la casa de su señora.
La muchacha miraba la calle e iba cantando esta canción:
«Mi madre me
pidió que con fino hilo tejiera
con fino
hilo de amarilla arena:
una ardua
tarea, una ardua tarea.
¡Que los
buenos dioses me acompañen!
Mi padre me
dio una cesta de mimbre
y dijo:
"ve a buscar agua al manantial
y carga con
la cesta más de un kilómetro"
una ardua
tarea, una ardua tarea.
¡Que los
buenos dioses me acompañen!
Mi corazón
quiere recordar;
mi corazón debe olvidar.
Olvida,
corazón, olvida:
una ardua
tarea, una ardua tarea.
¡Que los
buenos dioses me acompañen!»
Cuando Sakura-ko acabó de cantar, el joven pretendiente vio que la
joven tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Te acuerdas de mí, Flor del Cerezo? —le preguntó—; te vi la
pasada noche en casa de mi padre.
—Sí, mi joven Señor —respondió ella—, me acuerdo perfectamente de
ti.
Él añadió:
—No soy tan joven, y te quiero, ¡oh Flor del Cerezo! Sé gentil,
escúchame, siéntete libre, sé mi amante esposa.
Al oír esto, el rostro de la muchacha se sonrojó por completo.
—Amada mía —dijo el joven—, ahora sí eres realmente la Flor del
Cerezo.
—Muchacho —contestó ella—, ve a casa y no vuelvas a pensar en mí.
Soy demasiado mayor para ti.
—¡Mayor! —exclamó él—; no nos separa ni siquiera un año.
—No, no un año, sino una eternidad —concluyó Flor del Cerezo.
Pero su joven pretendiente no podía pensar en otra cosa. Su
sangre, llena de juventud, ardía. No podía comer, ni beber, ni dormir. Todo él
languideció; su rostro se volvió pálido. Día y noche vagaba con el corazón
lleno de ansia y anhelo. Vivía atormentado y cada día que pasaba se debilitaba
más y más. Una noche se des-mayó, exhausto, a la entrada de la calle de las
geishas. Sakura-ko volvía al amanecer de una fiesta en una gran mansión cuando
lo encontró. No dijo nada y se lo llevó a su casa, en las afueras de Yedo.
Estuvo con él durante tres lunas. Transcurrido ese tiempo, el joven volvió a
disfrutar de una salud de hierro. Fue un período de felicidad; los días volaban
rápido, muy rápido para ambos.
—Éstos son los días más felices de toda mi vida. Doy gracias a los
dioses —dijo Flor del Cerezo un atardecer.
—Amor mío —pidió el joven—, ve a buscar tu samisen y déjame oírte
cantar.
Sakura-ko fue a buscar el
instrumento y le dijo al joven: «Te cantaré una canción que ya has oído antes».
«Mi madre me pidió que con fino hilo tejiera
con fino
hilo de amarilla arena:
una ardua
tarea, una ardua tarea.
¡Que los
buenos dioses me acompañen!
Mi padre me
dio una cesta de mimbre
y dijo:
"ve a buscar agua al manantial
y carga con
la cesta más de un kilómetro"
una ardua
tarea, una ardua tarea.
¡Que los
buenos dioses me acompañen!
Mi corazón
quiere recordar;
mi corazón debe olvidar.
Olvida,
corazón, olvida:
una ardua
tarea, una ardua tarea.
¡Que los
buenos dioses me acompañen!»
—Amada mía, ¿qué significa esta canción, y por qué la cantas?
—preguntó el joven.
Ella respondió:
—Mi Señor: significa que debo dejarte y por eso la canto. Debo
olvidarte y tú debes olvidarme a mí. Ése es mi deseo.
—¡ Yo nunca te olvidaré, ni aunque viviera mil veces! —exclamó él.
Ella sonrió y dijo:
—Ruega a los dioses que permitan que te cases con una dulce esposa
que te dé hijos.
Él gritó:
—¡No quiero tener ninguna esposa que no seas tú, ni ningún hijo
que no sea tuyo, Flor del Cerezo!
—Los dioses no lo permiten, amor mío. Un mundo entero nos separa.
Al día siguiente, ella había desaparecido. Su amante la buscó por
todos los rincones, llorando y lamentándose. Todo fue en vano: no la encontró.
La ciudad de Yedo nunca supo nada más de ella, la hermosa bailarina.
El joven la lloró durante mucho, mucho tiempo. Pero al fin se
resignó y encontró a una joven y dulce doncella a la que tomó por esposa. Muy
pronto ella le dio un hijo y él se sintió feliz, pues el curso del tiempo seca
todas las lágrimas.
Un día, cuando tenía cinco años, se hallaba el niño sentado en el
porche de la casa de su padre. Y ocurrió que una monja peregrina llegó por el
camino, pidiendo limosna. Los sirvientes de la casa trajeron arroz y, al ir a
verterlo en el cazo de la monja, el pequeño dijo: «dejadme a mí».
Y así lo hicieron.
Mientras el niño llenaba de arroz el cuenco con una cuchara de
madera, riendo, la monja lo asió por la manga y lo acercó a su rostro,
mirándole a los ojos.
—Sagrada monja, ¿por qué me miráis de ese modo? —preguntó el niño
casi llorando.
Y ella respondió:
—Porque una vez yo tuve un niño como tú. Y me marché... lo
abandoné.
—¡Pobre niño! —exclamó el pequeño.
—Fue mejor para él, mi querido niño, fue mucho, mucho mejor. Y
tras haber dicho esto, siguió su camino.
Fin
Cuento extraído del libro
"Cuentos de Hadas Japoneses",
Colección Magoria, 1999,
por Ediciones Obelisco
¡Nos
leemos en la próxima entrada!
¡Gracias
por visitar mi blog!
¡Cuídense!
Sayounara
Bye Bye!
Gabriella
Yu
Este cuento casi me hace llorar!!!
ResponderBorrarEs uno de los mas triste que he leido!!! Se convirtio en monja para que el joven se olvidara de ella... pobre ese niño podria haber sido su hijo y del joven!!! Sacrifico su felicidad por la de otro... que noble de su parte!!!
Lo que si me causo gracia fue la parte donde dice que su segundo pretendiente era viejo y estupido XD jijijij
=)) ¡Es verdad!
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