Cada cultura tiene una forma especial de contarnos cuentos, pero,
de todas ellas, quizá sea la japonesa la que desprenda un encanto especial.
Como si de un dulce perfume se tratara, los cuentos de hadas
japoneses exhalan, con gran delicadeza, la esencia de todas las historias que
se vivieron en la Tierra del Sol Naciente hace muchos años, tantos, que nadie
se atrevería a jurar que fueron ciertas. Puede que estos cuentos en los que
aparecen bailarinas y geishas de largas cabelleras, cortejos y amores con
viejos samurais, dioses, diosas y seres sobrenaturales nos enseñen a sufrir y a
amar, como humanos que somos, y acabemos sabiendo más cosas que los inmortales.
La Noche de las Ánimas
El joven Ito Tatewaki volvía a casa tras su estancia en la ciudad
de Kioto. Iba solo y a pie, mirando al suelo, pues las preocupaciones lo
abrumaban y su cabeza no paraba de dar vueltas a los asuntos y negocios que lo
habían llevado a la ciudad. La noche lo sorprendió en un solitario camino que
cruzaba un agreste páramo. Por entre las rocas y piedras había gran número de
flores, pues era verano; aquí y allí crecían altos y oscuros pinos de nudosos
troncos y retorcidas ramas.
Tatewaki alzó la vista y vio a una mujer que seguía el camino,
delante de él. Era una muchacha esbelta, vestida con una sencilla túnica de
algodón de color azul. La chica avanzaba ligera y rápida, bajo la mortecina luz
del ocaso.
«Parece la doncella de alguna gran dama», pensó Tatewaki. «Este
camino es solitario y la hora, sombría para una chica tan joven.»
Tatewaki apretó el paso hasta alcanzar a la doncella.
—Niña —dijo gentilmente—, ya que seguimos el mismo camino, seamos
compañeros de viaje, pues el sol se pone y pronto estará todo oscuro.
La hermosa doncella lo miró con ojos resplandecientes y sonrió.
—Caballero —dijo—, mi Señora estará muy contenta.
—¿Tu señora? —preguntó Tatewaki.
—Así es, caballero: seguro que se alegrará de que hayáis llegado.
—¿De que yo haya llegado?
—En efecto, la espera ha sido larga —respondió la doncella—; pero
ahora dejará al fin de pensar en ello.
—¿Dejará de pensar? —se preguntó Tatewaki, en el colmo del
asombro, pues no entendía nada.
Ambos continuaron, uno al lado del otro, caminan-do como en un
sueño.
Llegaron a una casita no
muy alejada del camino. Frente a la casa había un pequeño y encantador jardín,
con un arroyo que lo cruzaba, sobre el que se había construido un puente de
piedra. Alrededor del jardín y de la casa había una cerca de bambú y, en la
cerca, una pequeña puerta.
Tatewaki fue hasta el umbral de la casa y allí encontró a una dama
que lo estaba esperando.
La dama le dijo:
—Mi Señor, al fin habéis llegado para consolarme.
—Sí, he llegado —contestó él.
No bien había acabado de decir estas palabras cuando tuvo la
certeza de que amaba a aquella mujer y de que la había amado desde siempre.
—¡ Oh, amor mío! —murmuró—, no es el momento adecuado para alguien
como nosotros.
La dama lo cogió de la mano y lo llevó al interior de la casa;
juntos entraron en una habitación llena de esteras blancas, con una ventana enrejada.
Frente a la ventana, en un jarro lleno de agua, había un precioso lirio. Allí
hablaron ambos durante largo rato.
Más tarde entró una anciana que traía copas plateadas y una jarra
de plata llena de sake. Tatewaki y la dama brindaron y bebieron juntos. Más
tarde, la dama dijo:
—Amor mío, vayamos fuera; dejemos que la luz de la luna nos
acaricie. Mira, la noche es tan verde como una esmeralda...
Salieron de la casa y cruzaron el jardín. Tan pronto como hubieron
cerrado la puertecilla de la cerca, la casa, el jardín y la misma cerca
desaparecieron; sencillamente se desvanecieron en una débil bruma y no quedó de
ellos ni rastro.
—¡Dioses! ¿Qué prodigio es éste? —exclamó sorprendido Tatewaki.
—Olvídalo, amor mío —dijo la dama, sonriendo—; desaparecen, pues
ya no los necesitamos.
Entonces Tatewaki se dio cuenta de que estaban solos en medio del
páramo. Alrededor de ellos crecieron los lirios formando un círculo. Pasaron allí toda la noche, de
pie, sin tocarse. Tan sólo se miraban a los ojos, inmóviles.
Al llegar el alba, la dama se estremeció y dio un profundo
suspiro.
Tatewaki le preguntó:
—Amada mía, ¿por qué suspiras?
Al preguntarle esto, ella se desabrochó su cinto, que tenía la
forma de un dragón de escamas doradas y ojos brillantes. Cogió ese cinto y lo
ató al brazo de su amado, dándole nueve vueltas, y dijo:
—¡Oh amor!, debemos separarnos; pasará mucho tiempo hasta que
volvamos a vernos...
Acarició con la mano el cinto que había atado al brazo de
Tatewaki.
Entonces él exclamó:
—¡Amor mío! Dime, ¿quién eres? Dame al menos tu nombre...
Ella le respondió:
—¿Para qué necesitamos nombres, tú y yo?... Debo ir con mi gente,
encontrarme con ellos en las llanuras. No vengas a buscarme... Sólo espérame.
En aquel momento, la dama empezó a desvanecerse lentamente; se
volvió etérea como la niebla, hasta que desapareció. Tatewaki intentó asirla
por el brazo, pero no pudo retenerla. Su mano extendida se enfrió y él se quedó
de pie, inmóvil sobre la tierra, bajo el gris amanecer.
Empezó a reaccionar cuando notó en el rostro los primeros rayos
del sol:
—Las llanuras —se dijo—, las anchas llanuras... ¡allí la
encontraré!
Así pues, con el cinto de la dama atado a su brazo, corrió hacia
las llanuras. Llegó a un ancho río, en cuya ribera vio a mucha gente. Sobre el
río flotaban barcazas de flores: lirios, campanillas y margaritas. La gente del
río llamó a Tatewaki:
—Quédate con nosotros. La pasada noche fue la Noche de las Ánimas.
El viento las trajo a la tierra y deambularon por donde quisieron. Hoy regresan
a Yomi; vuelven en sus barcazas de flores a través del río. Quédate y despide
con nosotros a las ánimas.
Tatewaki gritó:
—Que las ánimas tengan un dulce viaje... yo no puedo quedarme.
Al fin llegó a las llanuras, pero no encontró allí a su dama; de
hecho, no encontró absolutamente nada excepto un yermo paraje lleno de tumbas,
repleto de ortigas y hierba ondulante.
Tatewaki regresó a su casa y durante nueve largos años vivió solo.
Nunca conoció la alegría de un hogar, ni la satisfacción que proporcionan una
esposa y unos hijos.
—¡Ah, amor mío! —gemía—, ¡con qué impaciencia te espero! Amada
mía, no retrases más tu llegada...
Pasaron esos nueve años. Tatewaki estaba una noche en su jardín:
era la Noche de las Ánimas. Al levantar la mirada, vio a una mujer que caminaba
hacia él, a través del jardín. Avanzaba ligera; era una muchacha esbelta,
vestida con una sencilla túnica de algodón azul. Tatewaki se levantó.
—Niña —le dijo gentilmente—, ya que seguimos el mismo camino,
seamos compañeros de viaje, pues el sol se pone y pronto todo estará oscuro.
La doncella lo miró con ojos resplandecientes y sonrió.
—Caballero —dijo—, mi Señora estará muy contenta.
—¿Lo estará? —preguntó Tatewaki.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Mucho tiempo, demasiado —añadió Tatewaki.
—Pero ahora dejaréis al fin de pensar en ello...
—Llévame hasta tu Señora —dijo Tatewaki—. Guíame, pues ya no puedo
ver; sosténme, pues las piernas me fallan; no sueltes mi mano, pues tengo
miedo. Lléva-me hasta tu Señora.
Al amanecer, sus criados lo encontraron muerto; yacía inmóvil, en
paz, bajo la sombra de los árboles del jardín.
Fin
Cuento extraído del libro
"Cuentos de Hadas Japoneses",
Colección Magoria, 1999,
por Ediciones Obelisco
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