Cada vez estaba más débil, no más fuerte. Qui-Gon se sentía flotar. Quería dejarse llevar por la sensación, mecerse en el extrañamente placentero vapor que le arrastrara a un largo sueño. Ni en sus peores enfermedades se había sentido tan débil.
¿Estaría haciendo algo ella para mantenerle débil? Le extraían sangre regularmente, pero ésa no era la causa de su fatiga.
Aislado del mundo, de otras criaturas, sabía que la Fuerza seguía funcionando a su alrededor. Cerró los ojos y la invocó. La utilizaría para rodearse de ella y crear un escudo. Qui-Gon sintió la Fuerza moviéndose por la sala. Se concentró todavía más...
A través del velo de vapor, las luces indicadoras del exterior de la sala se encendieron. Oyó lejos un timbre de alerta chirriando y el sonido de pasos apresurados. Entonces resonó de nuevo la voz amplificada de Zan Arbor.
—Acabas acceder a la Fuerza. Bien. No temas hacerlo.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Qui-Gon. La pre-gunat salió de su boca antes de poder pensar. Se precipitó por la sorpresa.
—Estoy controlando tus funciones corporales. Cuando accedes a la Fuerza, tu temperatura corporal desciende. Los
latidos de tu corazón se ralentizan. Es tan extraño. Antes pensaba que la Fuerza tendría el efecto contrario, pero su funcionamiento es un misterio. Por eso es tan interesante de estudiar.
Así que estaba estudiando la Fuerza. Qui-Gon pensó en ese nuevo dato. La Fuerza no podía medirse ni fabricarse. Pero si una científica tan brillante como Zan Arbor la esta-ba investigando, era probable que descubriera cosas que no debería saber. No podía subestimar su inteligencia.
Por lo tanto, no podía emplear la Fuerza para curarse.
—¿Por qué estás tan interesada en la Fuerza? —preguntó él.
—Ay, qué preguntón estás hoy —murmuró ella.
—Tampoco tengo otra cosa que hacer —comentó Qui-Gon.
—¿Y qué hay de la famosa meditación Jedi? Eso debe-ría servirte de pasatiempo.
—Hasta la meditación tiene sus limitaciones —dijo Qui-Gon con seriedad.
Oyó una risa grave.
—¿Por qué no iba a estudiar la Fuerza? ¿Por qué tienen que ser los Jedi los únicos que la estudien?
Qui-Gon lo pensó antes de contestar. Tenía que hacer que ella siguiera hablando. Tenía que aparentar estar interesado en sus estudios.
—Eso es interesante —dijo él — . Nosotros pensamos que la Fuerza nos conecta a todo.
— ¡Es exactamente lo que yo creo! —dijo Zan Arbor agitada
—. Los Jedi deberían agradecer mi interés.
—¿Y por qué piensas que no lo agradecemos? —preguntó Qui-Gon—. No nos lo has preguntado.
—No necesito vuestro permiso —soltó ella.
La estaba perdiendo.
—No quería decir eso —afirmó él—. Eres una brillante investigadora. Quizá quieras compartir tus descubrimientos con la galaxia.
—Cuando esté preparada —respondió ella—. No antes. —¿Y qué estás buscando?
Ella no respondió, y él temió que la conversación hubiera acabado. Entonces ella habló.
—Mis colegas son idiotas.
Qui-Gon esperó. No quería parecer demasiado ansioso. Algo le decía que Jenna Zan Arbor tenía ganas de hablar.
—Has viajado. Seguro que has comprobado que la galaxia está llena de idiotas.
—He comprobado que muchos seres no confían en sus ojos, en sus mentes o en sus corazones —dijo Qui-Gon.
—¡Exactamente! Así que sabes el tipo de cosas a las que me tengo que enfrentar —dijo Jenna Zan Arbor con un tono cálido—. Acabo de llegar de una conferencia en el Senado. Mis colegas están persiguiendo sueños, no ideas. Nuevas formas de hacer que las naves vayan más rápido. Nuevos motores, nuevos combustibles, nuevos hipermotores. Intentan que las armas sean más potentes, más efectivas. Buscan nuevas fuentes de energía. Más rápido. Más grande. Mejor. Eso es lo que buscan. Pasan por alto la mayor fuente de energía de la galaxia. La Fuerza es mucho más importante
que todo eso. Con la Fuerza puedes mover las mentes. ¡Eso es mucho más importante que mover naves!
—Podría estar de acuerdo con eso —dijo Qui-Gon.
—¡Qué ironía! —dijo Zan Arbor—. Sólo un Jedi puede entenderlo. Y sólo los Jedi pueden ser mis sujetos de inves- tigación. El resto... ni siquiera aquellos que tenían la Fuerza, que tenían, como vosotros decís, potencial en la Fuerza... no sabían lo que tenían. No podían controlarlo. Es difícil medir algo que no puede controlarse. Ése era el fallo de mis experimentos.
Qui-Gon se dio cuenta de algo que le dejó helado. ¿Le estaba manteniendo Zan Arbor en un estado de debilidad para que tuviera que utilizar la Fuerza para curarse a sí mismo?
No podía hacer nada en aquella estancia. Y nunca con-seguiría escapar si no salía de ella, aunque fuera un rato.
Quizá podría llegar a crear algún tipo de conexión con su secuestradora.
—Haré un trato contigo —dijo él.
—No creo que estés en posición de ofrecerme tratos —dijo Jenna Zan Arbor divertida.
—Yo creo que sí —respondió Qui-Gon lentamente—. Yo tengo algo que quieres. Eso me pone exactamente en esa posición.
Hubo un silencio.
—¿Qué quieres?
—Quiero salir de esta estancia dos horas al día —dijo Qui-Gon
—. Si estás de acuerdo, emplearé la Fuerza para curarme. Si no, no accederás a ella.
—Morirás —le advirtió ella.
Sí —replicó Qui-Gon tranquilamente—. Como Jedi, estoy preparado para la muerte. No me asusta.
¡Yo no hago tratos! —gritó Zan Arbor—. ¡Yo estoy al mando!
¡Yo tomo las decisiones!
Él no respondió. Cerró los ojos. Apostaba porque ella no se negaría. Podía percibir la ansiedad en ella, la necesi-dad de seguir con el experimento. Acabaría por rendirse.
—De acuerdo —replicó la mujer—. Pero dos horas no. Sólo una. Nada más. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —respondió Qui-Gon. Sabía que le con-cedería solamente una hora. Sin problemas. Una hora seria suficiente.
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