Cada cultura tiene una forma especial de contarnos cuentos, pero, de todas ellas, quizá sea la japonesa la que desprenda un encanto especial.
Como si de un dulce perfume se tratara, los cuentos de hadas japoneses exhalan, con gran delicadeza, la esencia de todas las historias que se vivieron en la Tierra del Sol Naciente hace muchos años, tantos, que nadie se atrevería a jurar que fueron ciertas. Puede que estos cuentos en los que aparecen bailarinas y geishas de largas cabelleras, cortejos y amores con viejos samurais, dioses, diosas y seres sobrenaturales nos enseñen a sufrir y a amar, como humanos que somos, y acabemos sabiendo más cosas que los inmortales.
De aquí en más, ¡disfruten cada historia!
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El buen trueno
Algunas
gentes dicen que Rai-den, el Trueno, es un espíritu maligno, temible, vengativo
y cruel; son gentes que temen la tormenta, que odian el rayo y la tempestad y
hablan todo lo mal que pueden de Rai-den y de su hijo, Rai-Taro. Pero se equivocan.
Rai-den
Sama vivía en el Castillo de la
Nube , en el cielo. Era un dios grande y poderoso, un Señor de los Elementos. Su único hijo,
Rai-Taro, era un joven valiente, muy amado por su padre.
En
los fríos atardeceres. Rai-den y Rai-Taro paseaban sobre las murallas del
Castillo de la Nube. Desde
donde observaban a los hombres de la
Tierra de los Juncos. Miraban al norte y al sur, al este y al
oeste. A menudo reían… muy a menudo; en ocasiones suspiraban. Algunas veces,
Rai-Taro se reclinaba sobre las murallas del castillo para observar a los niños
que deambulaban por la Tierra. Una
noche, Rai-den Sama dijo a Rai-Taro:
—Muchacho,
observa cuidadosamente a los hombres esta noche.
Rai-Taro
contestó:
—Los
observaré bien, padre.
Desde
la muralla norte, vieron a grandes señores y hombres de armas que se dirigían a
la batalla. Desde la muralla sur, vieron a los sacerdotes y discípulos que
rezaban en un templo sagrado, cargado de incienso, cuyas imágenes de oro y
bronce brillaban a la luz del ocaso. Desde la muralla este, vieron una glorieta
en la que había una bella princesa y un grupo de doncellas vestidas de color
rosa que tocaban música para ella. También había niños que jugaban con una
pequeña carreta llena de flores.
—¡Ah,
qué hermosos niños! —exclamó Rai-Taro.
Desde
la muralla oeste, vieron a un campesino que trabajaba en su campo de arroz.
Estaba muy cansado y le dolía la espalda. Su esposa trabajaba junto a él; es
fácil imaginar que, si él estaba cansado, ella lo estaría aún más. Eran muy
pobres y sus ropas estaban raídas.
—¿No
tienen hijos? —preguntó Rai-Taro. Rai-den negó con la cabeza. Y después le dijo
a su hijo:
—¿Has
observado bien, Rai-Taro? ¿Has observado bien esta noche a los hombres?
—Padre
—contestó Rai-Taro—, ciertamente, los he observado bien.
—Entonces,
escoge, hijo mío; pues voy a mandarte para que establezcas tu morada en la Tierra.
—¿Debo
ir a vivir entre los hombres? —preguntó Rai-Taro.
—En
efecto, hijo mío, debes ir.
—No
iré con los hombres de armas —decidió Rai-Taro—; las batallas no me gustan en
absoluto.
—Entonces,
dime, hijo mío: ¿prefieres ir con la joven princesa?
—No
—contestó Rai-Taro—: soy un hombre. Tampoco voy a afeitarme la cabeza para ir a
vivir con los sacerdotes.
—¡Cómo!
¿Escoges a los humildes campesinos? La vida con ellos será muy dura y la
comida, escasa.
Rai-Taro
contestó:
—No
tienen hijos, así que tal vez me quieran a mí.
—Ve,
pues; ve en paz —dijo Rai-den Sama—, pues has escogido sabiamente.
—¿Debo
presentarme ente ellos? —preguntó Rai-Taro.
—Con
honor y con respeto —respondió su padre—, como corresponde a un Príncipe del
Cielo.
El
humilde campesino trabajaba en su campo de arroz, situado al pie de la montaña
Hakusan, en la provincia de Ichizen. Día tras día y semana tras semana, el sol
brillaba sin piedad. El campo estaba seco y el arroz se quemaba.
—¡Oh,
dioses! —se lamentaba el pobre campesino—, ¿qué haré si pierdo mi cosecha de
arroz? ¡Ojalá los dioses de apiaden de la gente humilde!
Entonces
se sentó en una piedra, al borde del campo de arroz, y se durmió, agotado y
triste.
Cuando
despertó, vio que el cielo se había cubierto de nubes negras. Era mediodía,
pero estaba tan oscuro como si fuera noche cerrada. Las hojas de los árboles se
estremecían y los pájaros habían cesado de cantar.
—¡Una
tormenta, una tormenta! —gritó el campesino--. Rai-den Sama llega a lomos de su
negro corcel, tocando el gran tambor del Trueno. Tendremos gran cantidad de
agua, gracias a los dioses.
Y
gran cantidad de agua tuvieron; cayó una lluvia torrencial, una gran tormenta
llena de cegadores relámpagos y ensordecedores truenos.
—¡Oh,
Rai-den Sama!— exclamó el campesino—: con todos mis respetos, esta lluvia es
más que suficiente.
Al
decir esto, los cielos se abrieron con un gran estruendo; un nuevo relámpago
estalló y cayó en la tierra una bola de fuego.
—¡Ay,
ay! —gritó el pobre campesino—. Kwannon, ten piedad de esta alma pecadora, pues
el Dragón del Trueno me ha encontrado.
Y
mientras pronunciaba estas palabras, se lanzó sobre la tierra, escondiendo su
rostro.
Pero
el Dragón del Turno no se ensañó con él, y al poco rato el campesino se levantó
y se frotó los ojos. La bola de fuego había desaparecido y en su lugar, sobre
la húmeda tierra, yacía un pequeño bebé, un hermoso niño con las mejillas y el
pelo empapados de lluvia.
—¡Oh,
dama Kwammon! —exclamó el humilde campesino—, éste es el fruto de su
misericordia.
Tomó
al niño en sus brazos y lo llevó a su casa. Mientras se dirigía a su hogar, la
lluvia seguía cayendo, pero no tardó el sol en aparecer sobre el cielo: todas
las flores brillaron y alzaron los pétalos.
El
campesino llegó a la puerta de su cabaña.
—Esposa
mía, he traído algo a casa.
—¿Y
qué es? —preguntó su mujer.
—Es
Rai-Taro, el hijo del Trueno –respondió él.
Rai-Taro
crecido fuerte y robusto, y se convirtió en el chico más alto y alegre de
aquellas tierras. Era el orgullo de sus padres adoptivos y todos los vecinos lo
querían. Al cumplir diez años, empezó a trabajar en los campos de arroz como un
hombre; sus predicciones sobre el tiempo eran maravillosamente ciertas.
«Padre
mío», decía, «hagamos esto y aquello, pues tendremos buen tiempo» o «Padre mío,
mejor hagamos tal cosa o tal otra, ya que esta noche habrá una tormenta». Y
todo aquello que decía, ocurría; de este modo, el muchacho trajo buena fortuna
al campesino, cuyas cosechas prosperaron.
Cuando
Rai-Taro cumplió dieciocho años, celebraron una gran fiesta a la que invitaron
a todos los vecinos. Hubo una gran cantidad de sake y las buenas gentes se
divirtieron; sólo Rai-Taro se mantenía aparte, silencioso y triste.
—¿Qué
te aflige, Rai-Taro? —le preguntó su madre adoptiva—. Tú, que eres el chico más
feliz del mundo, ¿por qué estás callado y triste?
—Porque
debo dejarlos —contestó Rai-Taro.
—No
—dijo su madre—, no nos dejes nunca, Rai-Taro, hijo mío. ¿Por qué has de
dejarnos?
—Madre,
debo hacerlo –sollozó Rai-Taro.
—Tú
nos has traído fortuna, nos lo has dado todo. ¿Qué te hemos dado nosotros,
Rai-Taro, hijo mío?
Rai-Taro
contestó:
—Me
han dado tres cosas: me han enseñado a trabajar, a sufrir y a amar. Ahora sé incluso
más cosas que los Inmortales.
Cuando
acabó de pronunciar estas palabras, partió; sobre una blanca nube subió al
cielo, hasta llegar al castillo de su padre. Rai-den salió a recibirle: ambos
fueron hasta la muralla oeste del Castillo de la Nube y miraron hacia la Tierra.
Su
madre adoptiva lloraba amargamente, pero su marido la consolaba, tomando su
mano:
«Amor
mío», le decía, «no será mucho tiempo. Somos ya muy viejos».
Fin
Cuento extraído del libro "Cuentos de Hadas Japoneses",
me apena el final...
ResponderBorrarSí, es triste... :(
BorrarEl Cuenco Negro es más bonito :)
¡Hola! ¡Muchas gracias por comentar! La verdad, copiè este cuento de un libro viejo que tengo y que atesoro... ¡Tiene cuentos hermosos y muy interesantes!
ResponderBorrar