Cada cultura tiene una forma especial de contarnos cuentos, pero,
de todas ellas, quizá sea la japonesa la que desprenda un encanto especial.
Como si de un dulce perfume se tratara, los cuentos de hadas
japoneses exhalan, con gran delicadeza, la esencia de todas las historias que
se vivieron en la Tierra del Sol Naciente hace muchos años, tantos, que nadie
se atrevería a jurar que fueron ciertas. Puede que estos cuentos en los que
aparecen bailarinas y geishas de largas cabelleras, cortejos y amores con
viejos samurais, dioses, diosas y seres sobrenaturales nos enseñen a sufrir y a
amar, como humanos que somos, y acabemos sabiendo más cosas que los inmortales.
La Flauta
Hace mucho tiempo, vivía en Yedo un caballero de noble linaje y
gran honestidad. Su esposa era una dama gentil y cariñosa. Para su desgracia,
ella no le había dado hijos varones, aunque sí le dio una hija, a la que
llama-ron O'Yoné, que significa «Arroz espigado». Ambos amaban a la pequeña más
que a su vida y la cuidaban como a su más preciado tesoro. La niña creció con
salud: sus ojos se volvieron rasgados y hermosos, y su figura era esbelta como
el bambú verde.
Durante el otoño en el que O'Yoné tenía doce años, su madre cayó
enferma. Y cuando llegó la época en que las hojas rojas de los arces se
marchitan, ya había muerto, y su cuerpo amortajado fue entregado a la tierra.
El dolor volvía loco al padre de O'Yoné. Gritaba, se golpeaba el pecho, se
revolcaba sobre la tierra y no aceptaba compasión ni ayuda; durante muchos días
no rompió su ayuno ni su vigilia. La pequeña se mantenía en silencio.
El tiempo pasó. El caballero tuvo que volver, por fuerza, a sus
negocios. Cayeron las nieves del invierno, cubriendo la tumba de su esposa. El
angosto sendero que iba de la casa hasta el lugar donde reposaba el cuerpo de
la difunta estaba también cubierto de nieve blanquísima, en la que brillaban
las delicadas huellas de las sandalias de una niña.
Cuando llegó la primavera, el caballero salió para ver los cerezos
en flor y comenzó a recuperar la alegría. Escribió un poema sobre papel dorado
y lo colgó de una rama de cerezo, para que ondeara al viento. El poema era una
oda a la primavera y al sake. Poco después, plantó el lirio naranja del olvido y
no volvió a pensar en su esposa. Pero la pequeña O'Yoné no olvidaba.
Antes de acabar el año, el caballero trajo a casa una nueva
esposa, una mujer de tan bello rostro como negro corazón. Pero el caballero,
pobre infeliz, se sentía contento y la presentó a su hija, creyendo que había
traído una nueva madre al hogar.
Debido a que el caballero
quería con locura a O'Yoné, su madrastra, llena de celos y de un odio mortal,
la aborrecía. Cada día se comportaba con la niña de forma cruel y la paciencia
y bondad de la chiquilla la irritaban aún más. Pero la presencia del padre
impedía que le causara algún daño grave, así que aguardó, esperando que llegara
la ocasión. O'Yoné pasaba los días atormentada, con un miedo terrible, pero no
decía nada a su padre. Así son los niños.
Al cabo de cierto tiempo, ocurrió que el caballero se vio obligado
a emprender un viaje de negocios a una lejana ciudad. La ciudad era Kioto, a
una distancia de varios días de Yedo, a caballo, y de muchos días a pie. Pero
el caballero debía ir y quedarse tres lunas o tal vez más, así que hizo su
equipaje y cogió todo lo necesario para él y los sirvientes que iban a
acompañarle.
Y llegó la última noche antes del amanecer en el que tenía que
partir. Llamó a O'Yoné y le dijo:
—Ven aquí, hijita mía adorada.
O'Yoné se arrodilló ante él.
—¿Qué regalo quieres que te traiga de Kioto? —le preguntó su
padre.
Ella agachó la cabeza y no contestó.
—Responde, no seas maleducada —dijo el caballero—. ¿Quieres un
abanico dorado o una pieza de seda? ¿Tal vez quieres un nuevo obi de brocado
rojo? ¿O acaso una gran raqueta con dibujos?
Entonces la niña rompió a llorar amargamente y el caballero la
puso sobre sus rodillas para serenarla. Pero ella ocultó el rostro entre las
mangas de su vestido y lloró como si su corazón se rompiera.
—¡Oh, padre! —sollozó— ¡No te vayas! ¡No te vayas!
—Eso no puede ser, niña mía, debo marchar —respondió él—, pero
pronto volveré, tan pronto que, cuando aún parezca que acabo de irme, ya estaré
de vuelta con hermosos regalos para ti.
—Padre, llévame contigo —rogó la pequeña.
—¡Oh no!, es un viaje demasiado largo para una niña. ¿Caminarías
con tus delicados piececitos, mi pequeña peregrina, o acaso montarías a
caballo? ¿Y cómo comerías en las fondas de Kioto? No, preciosa mía, quédate; es
tan sólo por poco tiempo; tu querida madre estará contigo.
Ella se estremeció en sus brazos.
—Padre, si te vas, nunca volverás a verme.
El padre sintió entonces un escalofrío que lo hizo vacilar. Pero
no le prestó demasiada atención. ¡Cómo! ¿Acaso él, un hombre adulto y fuerte,
debía dejarse influenciar por las fantasías de una niña? Puso a O'Yoné en el
suelo y la niña se fue, silenciosa como una sombra.
Por la mañana, antes de la salida del sol, la pequeña se acercó a
él; llevaba en la mano una pequeña flauta de bambú, suavemente pulida.
—La he hecho yo —dijo— con un bambú del campo que hay detrás de
nuestro jardín. La hice para ti. Ya que no puedes llevarme contigo, llévate
esta pequeña flauta, honorable padre. Tócala de vez en cuando y, cuando lo
hagas, piensa en mí.
La niña envolvió el instrumento en un pañuelo de seda blanca y
roja, lo ató con un cordel escarlata y se lo entregó a su padre, quien lo
guardó en su manga. Poco después partió de camino a Kioto. Mientras se alejaba,
se giró tres veces y contempló a su hija, que permanecía de pie en la puerta,
mirándole, hasta que en una curva del camino ya no pudo verla.
La ciudad de Kioto era grande y hermosa: así fue como la encontró
el padre de O'Yoné, quien durante el día permanecía enfrascado en sus negocios,
al atardecer se divertía, y dormía profundamente por la noche. De esta manera,
los días pasaron alegremente y pocas veces se acordaba de Yedo, de su casa o de
su hija. Transcurrieron dos lunas, y luego tres, y el caballero no tenía
ninguna intención de regresar aún a casa.
Una noche se estaba preparando para asistir a una gran cena con
sus amigos. Mientras buscaba un hakama de seda que había pensado llevar para el
banquete, encontró la pequeña flauta, que había permanecido escondida todo ese
tiempo en las mangas de su ropa de viaje. La sacó del pañuelo rojo y blanco y,
al hacerlo, sintió un gélido escalofrío que le encogió el corazón. Se inclinó
sobre las brasas de carbón; se sentía como en un sueño irreal. Acercó la flauta
a sus labios y, de repente, del instrumento salió un largo y agudo lamento.
Arrojó precipitadamente la flauta sobre la estera y llamó a su
sirviente para decirle que no iba a salir aquella noche. No se encontraba bien
y quería estar solo.
Pasado un buen rato, volvió
a coger la flauta. De nuevo aquel largo, melancólico quejido. Temblando de pies
a cabeza, se atrevió a soplar. «Regresa a Yedo... regresa a Yedo... ¡Padre!
¡Padre!». La vibrante voz infantil fue elevándose hasta convertirse en un agudo
chillido y luego se quebró.
Un terrible presentimiento se apoderó del caballero, que poco a
poco fue transformándose en horror. Salió de la casa y de la ciudad a toda
prisa; viajó noche y día, sin pararse a comer o dormir. Tan pálido y
desencajado estaba, que la gente que lo veía lo tomaba por un loco y huía de
él; los más piadosos sentían lástima, pues le creían víctima de los dioses. Al
fin llegó al término de su viaje, sucio a causa del largo trayecto, con los
pies ensangrentados y medio muerto de cansancio.
Encontró a su esposa en la puerta.
—¿Dónde está la niña? —preguntó el caballero.
—¿La niña...? —dijo ella.
—¡Sí, la niña! ¡Mi niña!... ¿Dónde está? —gritó, muy furioso.
La mujer rió.
—Mi Señor, ¿cómo voy a saberlo? Estará entre sus libros, o en el
jardín, o tal vez dormida. Quizá haya ido a jugar con sus amigos, o...
—¡Basta, ya es suficiente! —gritó él—. Vamos, ¿dónde está mi niña?
La mujer se asustó y dijo, mirándole con los ojos muy abiertos:
—En el campo de bambú. El caballero salió raudo y buscó a O'Yoné
por entre los verdes bambús, pero no consiguió encontrarla. La llamó: «¡
O'Yoné, O'Yoné!». Y gritó de nuevo: «¡O'Yoné, O'Yoné!», pero no obtuvo
respuesta; tan sólo el viento suspiraba a través de las secas hojas de bambú.
Entonces buscó en su manga, extrajo la pequeña flauta y se la puso
delicadamente en los labios. El instrumento emitió un sonido apagado, un sordo
suspiro. Y entonces habló una voz, fina y lastimosa:
«Padre, mi querido padre: mi perversa madrastra me mató hace ya
tres lunas. Me enterró en el claro del campo de bambú. Tal vez encuentres mis
huesos. En cuanto a mí, nunca volverás a verme... nunca volverás a verme...».
El caballero hizo justicia con su espada de doble filo y mató a la
malvada esposa, vengando la muerte de su inocente hija. Se vistió entonces con
una basta tela blanca y se ciñó un sombrero que ocultaba su rostro. Tomó un
bastón y un abrigo de paja, se calzó unas sandalias y de este modo marchó en
peregrinación por los lugares sagrados de Japón.
Y siempre llevó consigo la pequeña flauta en un pliegue de sus
ropas, sobre su pecho.
Fin
Cuento extraído del libro
"Cuentos de Hadas Japoneses",
Colección Magoria, 1999,
por Ediciones Obelisco
¡Nos
leemos en la próxima entrada!
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Sayounara
Bye Bye!
Gabriella
Yu
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