Los Jedi fueron
guiados a un amplio salón de piedra en el centro del palacio real. Una enorme
hoguera ardía en un hoyo en mitad de la estancia. Las paredes estaban
ennegrecidas por el humo. Los perros de guerra nek yacían en el frío suelo de
piedra, encadenados a estacas grabadas con escenas de pasadas batallas. En las
paredes, a distancias regulares, había cabezas disecadas de kudanas y otras
criaturas nativas del planeta. A la entrada del salón, un gran kudana disecado
y de aspecto fiero estaba colocado sobre sus patas traseras y enseñando los
dientes. Qui-Gon pensó que era uno de los comedores menos sugerentes que había
visto en su vida.
Mientras seguían
al rey Frane a la mesa principal, junto a la chimenea, el olor de la carne asada llenaba la estancia. El
humo les daba en la cara. Obi-Wan tosió y contempló asqueado la sangrante pieza
de carne que giraba sobre las llamas. Qui-Gon estaba convencido de que su
hambriento padawan no tendría mucho apetito aquella noche.
—Sentaos, sentaos
—les dijo el rey Frane mientras ocupaba el lugar de honor en la mesa—. No,
Taroon. Deja que los Jedi se sienten junto a mí.
Un rutaniano
alto de piel azul celeste y con las trenzas anudadas en bucles alrededor de la
cabeza dio un paso atrás y miró amenazador a los Jedi.
—Mi hijo, el príncipe Taroon —dijo el rey Frane. Qui-Gon se giró para saludarle, pero el Rey indicó con un gesto
a Taroon que ocupara el asiento opuesto al suyo
—. Hablemos
de Leed. Es la razón
por la que habéis venido,
¿no?
Qui-Gon se sentó
mientras un criado le ponía un enorme plato de carne delante. El Jedi asintió a modo de agradecimiento.
—El príncipe
Leed ha decidido
quedarse en Senali... —comenzó él.
— ¡Decidido!
—interrumpió el rey Frane con un rugido. Luego dio un puñetazo en la mesa—.
¡Eso es lo que me dice ese dinko mentiroso de Meenon! ¡A mi hijo lo han secuestrado!
—Pero vos mismo
visteis el holocom —señaló Qui-Gon—. Yo también lo he visto. El príncipe Leed
parece sincero.
—Le han
coaccionado o amenazado —insistió el rey Frane, trinchando un gran pedazo de
carne. A continuación lo agitó ante Qui-Gon—. O le han dado una de sus
pociones. Son primitivos. Pueden utilizar hierbas y plantas para nublar la
mente. Leed nunca hubiera decidido quedarse. ¡Nunca!
Súbitamente,
mientras miraba a Qui-Gon, los grandes ojos verdes de Frane se llenaron de
lágrimas. Cogió su servilleta y se secó los ojos.
—Mi hijo mayor.
Mi tesoro. ¿Por qué no viene a mí? —se sonó la nariz en la servilleta y se
quedó pensativo. Cuando volvió a mirar al Jedi, su cara estaba desfigurada por la ira—. ¡Esos sucios
senalitas le están
obligando! —rugió—. ¿Por qué no viene a enfrentarse a mí?
Quizá porque te tiene miedo, pensó Qui-Gon,
pero no podía decirlo en voz alta.
Los cambios
de humor del Rey eran alarmantes, pero parecían sinceros.
— ¿Qué puedo hacer, Jedi? —el rey Frane trinchó
de nuevo la carne y le dio un
vigoroso mordisco—. ¿Declarar la guerra?
—Evidentemente,
nos oponemos a ese paso —dijo Qui-Gon—. Por eso hemos venido. Podemos reunimos
con Leed y aclarar la situación.
—Traedle a casa
—dijo el rey Frane—. Y comeos la cena. Es lo mejor que puede ofrecer Rutan.
Qui-Gon dio unos bocados
de cortesía.
—Meenon ha accedido a que le
visitemos.
—
¡Es un cerdo! ¡Un salvaje! —gritó el rey Frane—. No
creáis ni una palabra suya. Me robó a mi hijo. ¿Qué sabe él de lealtad? Mi hijo
es una joya. Yo seguí sus progresos
en ese asqueroso planeta. Tienen competiciones anuales de velocidad, resistencia
y habilidad. Él ha ganado todos los años desde que cumplió los trece. Es una
joya, os lo digo yo. ¡Un líder nato! —dio un golpe en la mesa—. Ha de ser mi
heredero. ¡Es el único que puede sucederme! Todo lo que tengo, todos los que me
rodean no valen nada si mi primogénito no me sucede.
Qui-Gon miró a
Taroon. El hijo menor fingía no estar escuchando, pero el grito del rey Frane
era francamente audible. ¿Por qué le trataba su padre como si fuera invisible?
Leed sólo era un año mayor que él, un hombre joven, delgado y desgarbado, con
largos brazos y piernas. ¿Acaso él
no era valioso para su padre?
—Yo leeré la
verdad en los ojos de Leed —prosiguió el rey Frane, poniendo otro enorme pedazo de carne en el rebosante
plato de Qui-Gon—. Traédmelo y yo lo sabré.
Si no le dejan
marchar, invadiré su planeta y les haré arrodillarse. Díselo a Meenon.
—Los Jedi no
comunican amenazas —dijo Qui-Gon firmemente—.
Intentaremos convencer a vuestro hijo de que vuelva. No le obligaremos a
él ni al Gobierno de Senali. Pero si le traemos de vuelta, no podréis obligarle
a que se quede. Debéis darme vuestra palabra.
—Sí, sí, tenéis mi
palabra. Pero Leed querrá quedarse, os lo aseguro. El chico es consciente de
sus deberes. Enviaré con vosotros a mi hijo menor, Taroon, para que le
comunique mi amenaza a Meenon. También ocupará el lugar de Leed en Senali
cuando mi hijo regrese a casa.
—Tampoco permitiré
que Taroon sea mensajero de amenazas —dijo Qui-Gon
—.
Si ése es vuestro objetivo, Taroon se quedará aquí. Su presencia podría
comprometer una misión diplomática. Meenon podría sentirse presionado por la
presencia de alguien de la Familia Real. Además, los Jedi siempre
negocian solos.
El rey Frane
rasgó un trozo de carne con sus afilados dientes amarillentos. La astucia
brillaba en sus ojos.
—Acabo de firmar
la orden de encarcelamiento de la hija de Meenon, Yaana, aquí en Rutan. Sé que Meenon la aprecia tanto como yo a Leed. ¡Que conozca el
sufrimiento de un padre!
¿Qué te parece
eso, Jedi?
—Es un error
—dijo Qui-Gon suavemente—. Mee-non lo tomará como una provocación. Podría
significar la guerra. Y, por mucho que digáis, no creo que lo deseéis. Vuestro
pueblo no desea entrar en guerra.
—
¡Mi pueblo quiere lo que yo le digo que quiera! —gritó el rey Frane furioso—.
¿Acaso no soy el Rey?
Qui-Gon no
parpadeó.
—Permitiremos
que Taroon nos acompañe si anuláis la orden de encarcelamiento de Yaana.
El rey Frane dejó
de masticar y contempló duramente a Qui-Gon unos segundos. Luego volvió a
golpear la mesa.
—
¡Hecho! ¡El Jedi es listo! —se volvió sonriente
hacia el resto de los comensales—. Los Jedi traerán a Leed de vuelta a casa.
El resto de la corte comenzó
a vitorear.
El rey Frane se volvió de nuevo hacia Qui-Gon.
—En tres días
—dijo—. Eso es todo lo que os ofrezco. Si no volvéis con Leed, Yaana acabará en
la peor mazmorra de Rutan —con otro brusco cambio de humor, le dio una palmada
a Qui-Gon en la espalda—. Y ahora, ¡a disfrutar!
El resto de la
corte se sintió más relajada para gozar de su comida y todos comenzaron a
conversar entre ellos.
Obi-Wan se aproximó a Qui-Gon.
—Taroon no parece contento
con la idea de acompañarnos —dijo en voz baja.
—Ya me he dado
cuenta —respondió Qui-Gon—, pero la negociación ha ido bien. Siempre quise que
Taroon viniera con nosotros. Sospeché que el rey Frane encarcelaría a Yaana.
Hemos conseguido unos cuantos días más de libertad para ella.
—Pero ¿cómo supiste esas cosas? —preguntó
Obi-Wan, asombrado.
—Encuentra el
sentimiento, predice la acción —respondió Qui-Gon—. Era una consecuencia
lógica. Es lo único con lo que el rey Frane puede amenazar a Meenon. El Rey es
el típico gobernante que golpea de la única forma que sabe. Pero le tiene miedo
a la guerra, así que dejará que le convenzan de que es mejor esperar. Ahora lo
único que tenemos que hacer es volver con Leed. Si pensamos que de verdad quiere quedarse en Senali, entonces tendremos que ayudarle a que
su padre comprenda la decisión. Si nada sale mal y ambas partes actúan con
sinceridad y tolerancia, la situación se resolverá sola.
Qui-Gon miró a Taroon.
El joven rutaniano no se había
unido al banquete
ni a la conversación, sino que permanecía con los brazos cruzados. Su mirada era hosca y vigilante.
— ¿Así que no crees que corramos peligro? —preguntó Obi-Wan.
Qui-Gon sonrió ligeramente.
—Veo lealtades
enredadas y un gran potencial para el malentendido. Y hasta el menor de los
malentendidos puede atraer el peligro cuando una situación es tan delicada como
ésta. Las palabras no siempre reflejan lo que está en el corazón. Y las cosas
no suelen ser nunca tan fáciles como parecen.
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