Mundo Star Wars: Aprendiz de Jedi Volumen 4. LA MARCA DE LA CORONA -Capítulo 7-

                                    



La reina del planeta Gata agoniza y Obi-Wan Kenobi y su maestro Qui-Gon Jinn deben preservar la paz planetaria y encontrar otro heredero antes de que el príncipe Beju, al que no el importa producir una guerra con tal de tomar el poder.


Capítulo 7

La Reina no había exagerado las dificultades que tenía el viaje para encontrar a la gente de las montañas. Al comienzo, las carreteras estaban bien delimitadas. Qui-Gon había encontrado al conductor de un deslizador que le había llevado en su vehículo a las afueras de la ciudad. Un amable granjero le había llevado bastante trecho en un turbocarro y un adolescente en su motojet. Pero según el camino se hacía peor y el paisaje más desolado, ya no quedaban vehículos que pudieran transportarle. Las montañas se alzaron ante él el tercer día. Eran altas y escarpadas, atravesadas por densos bosques. Ocasionalmente llegaba a un claro donde podía ver una misteriosa vista de un grupo de enormes rocas. La dura belleza del paisaje aumentaba según subía más alto. Los días eran cortos y terminaban con puestas de sol que hacían que el cielo se cubriera de multitud de colores. Después, las tres lunas aparecían, cubriendo de un manto plateado las rocas y los retorcidos árboles.
Su comunicador no tardó en fallar. Qui-Gon confió en que Obi-Wan no se metiera en problemas en el palacio. Estaba deseoso de encontrar a Elan y volver a Galu.
Alcanzó la cima de la primera cadena de montañas. La nieve cubría el punto más alto. La única manera de continuar era a través de unos estrechos desfiladeros. Qui-Gon se sintió en peligro y vulnerable según enfilaba los estrechos barrancos.
Mientras andaba, el cielo se estaba oscureciendo. La temperatura había descendido, así que sacó su capa termal de su pack de supervivencia. Podía oler la nieve en el aire. Una tormenta rondaba su cabeza. Tenía que buscar cobijo pronto.
Puede que fuera porque sus ojos se movían constantemente en busca de un refugio. O porque el extraño silencio le presionaba, con el cielo oscuro sobre su cabeza como una cortina a punto de caerle encima. Si no hubiese tenido todos sus sentidos alerta no habría podido percibir el ligero movimiento que se produjo a su izquierda. Podría haber sido solamente una sombra en una roca o el chasquido de una hoja. Pero sus ojos habían captado un movimiento y le prepararon justo unos segundos antes de que le atacaran.
Los bandidos llegaron zumbando en sus deslizadores que venían armados con cañones de iones tanto en la parte delantera como trasera. Qui-Gon dejó su equipaje de supervivencia en el suelo.
Activó su sable láser justo a tiempo de encontrarse con el primer deslizador. Lo esquivó en el último momento mandando al conductor a los árboles. Giró hacia la izquierda para atacar al ocupante del segundo vehículo. El golpe le acertó, y el deslizador viró hacia la izquierda, y el conductor casi se estrella en un terraplén. En el último momento pudo girar hacia la derecha y enderezar el vehículo para volver a atacar desde ese lado.
Qui-Gon buscó una estrategia. Podía utilizar la ventaja de estar en un sitio tan estrecho que tenían que ir a por él de uno en uno. Mientras los deslizadores
 
maniobraban para volver a atacarle, encontró un campo de piedras cerca de un grupo de inmensas rocas. Tenía las rocas a la izquierda y el terraplén detrás. Los bandidos sólo podían llegar por la derecha.
Había diez deslizadores... no, doce, y dos más bajaron zumbando desde el cielo. Uno fue derecho hacia él disparando. Trozos de piedra saltaban a su alrededor mientras él se agachaba, retorcía y volvía a ponerse de pie cuando el atacante pasó por encima de su cabeza. Aprovechó ese momento para atacar al conductor por detrás. Cayó fuera del aparato, que voló unos instantes sin control y después se estrelló. El conductor yacía en el suelo sin poder levantarse.
El segundo deslizador se encontraba abajo, y otro más venía por la derecha disparando. Su conductor parecía más diestro que los otros. Zigzagueaba de un lado a otro, casi alcanzando a Qui-Gon con los disparos de su cañón que caían a escasos centímetros, mientras el Jedi se cubría pasando de roca en roca. Qui-Gon intentó conectar con la Fuerza. La necesitaba.
La sintió vibrando a su alrededor, cada vez más fuerte. Se introdujo en ella.
Se movió rápidamente sorprendiendo al conductor. Se tiró al suelo mientras el piloto seguía disparando por encima de su cuerpo, con los cañones apuntando ahora al desfiladero. Fue contando el tiempo que tardaba el piloto en dar la vuelta y dirigirse a él de nuevo. Qui-Gon salió de detrás de las rocas y permaneció de pie con el sable láser en la mano. Esta vez fue contra el panel de control del vehículo. Dio un fuerte golpe y sintió cómo rebotaba todo su brazo hasta el hombro.
El dolor se apoderó de su extremidad. El golpe le había hecho mella, pero había destrozado el deslizador. El motor empezó a echar humo y el vehículo comenzó a vibrar sin control. Chocó con otro que bajaba hacia Qui-Gon. Los dos cayeron por el terraplén abajo.
Luego Qui-Gon vio el que venía hacia él desde la izquierda. El conductor era o un inconsciente o muy hábil, y hacía todo lo posible por ser visto. Llegaba a gran velocidad, derecho a las rocas. El espacio entre ellos era mínimo, casi lo justo para que cupiera un deslizador. Venían separados a intervalos irregulares de manera que casi no podían maniobrar bien entre ellos.
Casi es la palabra clave, se dio cuenta demasiado tarde Qui-Gon.
El desafiante conductor giró a la izquierda, volcando a un lado el deslizador. Pasó zumbando a través de la pequeña apertura. Se dio la vuelta, flotó en el aire y luego hizo un rápido viraje hacia la derecha. Enfiló la siguiente abertura. Ahora tenía un segundo precioso para hacer un disparo certero sobre Qui-Gon.
La Fuerza ayudó a Qui-Gon a moverse, mandándole de un salto a la cima del campo de piedras que había utilizado al principio como refugio. Otro deslizador estaba torciendo para ir hacia él. El conductor se sorprendió de su rápido movimiento e hizo un viraje brusco para evitar a Qui-Gon, incluso sin dejar que sus cañones dispararan. Al mismo tiempo, el vehículo que estaba a medio camino de las rocas comenzó también a disparar. Las ráfagas se unieron en el aire, creando una carga explosiva que alcanzó las piedras. El impacto convirtió las rocas en una bomba que se deshizo en multitud de pequeños trozos de metralla que parecían
 
volar hacia Qui-Gon a cámara lenta.
Qui-Gon recibió el golpe en el pecho. Un golpe muy fuerte. El impacto le tiró al suelo hacia atrás y el sable láser salió despedido de su muñeca varios metros, tumbándole boca arriba herido. Podía oír cómo rugían dos motores de los deslizadores mientras que los conductores maniobraban para volver a atacar.
Su cabeza se enturbió tras la caída. Buscó su sable láser. Sabía una cosa: estaba atrapado en medio de los líneas de fuego, sin posibilidad de cubrirse. Llamó a la Fuerza y su arma volvió a su mano.
Un zumbido que crecía en intensidad proveniente de un motor llegó hasta sus oídos. Mientras su sable láser llegaba a su mano, Qui-Gon vio a otro deslizador que se introducía entre los estrechos espacios de las rocas. Lo reconoció. Era una motojet muy rápida con un motor muy potente. Los mandos se situaban en el manillar y en el asiento. Sólo los más osados conductores eran capaces de pilotarla. Un movimiento ligero podía hacerles perder el control del vehículo.
Había pensado que el primer conductor era arriesgado. Pero el que llevaba el barredor rozaba la imprudencia. Pero Qui-Gon vio que había seguridad en la manera en que se movía el vehículo, tan rápido que casi se hacía borroso, derrapando a izquierda y derecha, levantándose en el aire y dando la vuelta, subiendo y bajando para maniobrar entre los deslizadores.
Qui-Gon se puso de pie. El dolor le golpeaba, seco y ardiente, y se dio cuenta de que también le habían herido en una pierna. Llamó a la Fuerza para que ayudara a su cuerpo a responder y a su mente a aclararse. Los deslizadores enfilaban hacia él otra vez. Saltó para evitar el fuego de un cañón y dio un salto mortal sobre el vehículo que volaba más bajo, golpeando su panel de control. Oyó cómo el motor explotaba y dejaba de funcionar, estrellándose el vehículo.
Qui-Gon cayó al suelo y evitó el fuego de un piloto que llegó inmediatamente para ayudar a su compañero que estaba en las rocas. Pero éste no era tan habilidoso. Intentó girar dentro del estrecho hueco y falló, golpeándose con la roca y desplazando la nave mientras intentaba enderezar su rumbo.
Qui-Gon pudo ver perfectamente al conductor del barredor. Llevaba puesto un pañuelo negro sobre el pelo anudado alrededor de la cara. Sólo se le veían los ojos. Sus manos enguantadas se agarraban al manillar mientras giraba y maniobraba expertamente entre las rocas, mientras dirigía los movimientos de los vehículos con firmeza. Qui-Gon podría afirmar que el piloto era cuidadoso para que los vehículos tuvieran la suficiente maniobrabilidad y no chocaran contra las rocas.
Qui-Gon se preguntaba qué sucedería con él una vez que el conductor del barredor viera lo que había pasado con los pilotos de los deslizadores. Probablemente sería un bandido también. Qui-Gon tendría otra vez mucho trabajo que hacer.
Los vehículos que quedaban empezaron a sobrevolar otra vez, sin ayudar a su compañero que estaba tendido en medio de las rocas, distraídos por un momento de la presencia de Qui-Gon. El Caballero Jedi se puso de pie, con su sable láser
 
activado. Estaba listo.
Al final los deslizadores pasaron entre las rocas, con el barredor tan cercano que casi podía tocar los vehículos. De repente, el barredor giró, pasando al lado de un deslizador, dirigiéndose hacia Qui-Gon.
Qui-Gon se sorprendió de la maniobra pero no le pilló desprevenido. Saltó hacia un lado cuando los cañones empezaron a disparar. La herida de la pierna dificul- taba sus movimientos. Tropezó ligeramente, luego se volvió para mantener a los deslizadores a la vista.
El conductor del barredor mantuvo una mano en los controles y sacó una ballesta láser con la otra. Sin esfuerzo, y sin variar su rumbo, apuntó al deslizador y disparó al conductor. El láser le acertó en la muñeca. Obi-Wan vio que su boca se abría y que después lanzó un gruñido.
Distracción era todo lo que necesitaba. Qui-Gon convocó a la Fuerza. Necesitaba un último impulso. Con un movimiento, la Fuerza lo envió por los aires a lo más alto de una de las rocas. Descargó un contundente golpe sobre el sorprendido piloto de la nave que pasaba junto a él en ese momento. El vehículo se estrelló contra el suelo del precipicio.
Qui-Gon bajó de esa posición que era demasiado visible. Oyó el creciente rugir de otros barredores. Miró hacia arriba y los vio como insectos negros sobre el cielo gris dirigiéndose hacia él. Eran por lo menos veinte, y más empezaban a aparecer por el lado contrario.
No iba a poder luchar contra tantos enemigos. Qui-Gon vio cómo los vehículos de los bandidos se alejaban.
Algunos de los barredores los persiguieron. ¿Había aterrizado en medio de una guerra de bandidos?
El barredor voló hacia él. Sus motores de propulsión le mantenían en el aire unos centímetros por encima de la tierra mientras el conductor bajaba de un salto, con su ballesta láser apuntando directamente hacia Qui-Gon.
No tenía sentido luchar. Qui-Gon apagó su sable láser y esperó.
¿Quién eres? —su tono de voz era cortante.
Qui-Gon se sorprendió porque la voz del bandido era de una persona joven.
—Qui-Gon Jinn. Soy un Caballero Jedi enviado para encontrar a alguien. La ballesta láser apuntaba directamente a su corazón.
¿A quién? —preguntó el bandido.
Qui-Gon pensó que no podía perjudicarle el que los bandidos supieran su misión. Quizás podría negociar con ellos.
—Al líder de la gente de las montañas —dijo—. A Elan.
Lentamente, el bandido se quitó el pañuelo negro que cubría su cabeza. Una cascada de cabellos plateados cayó sobre sus hombros. Tenía delante de él a una
 
mujer joven. Sus ojos eran oscuros, del color de un cielo nocturno, inusuales en los galacianos. Su mirada impaciente le observó, fijándose en cada detalle y dejando claro que no estaba impresionada por su presencia.
—Bueno, al final algo te ha salido bien —dijo—. Me has encontrado.
 





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