Mundo Star Wars: Aprendiz de Jedi Volumen 3. EL PASADO OCULTO -Capítulo 4-

                           



Después de que Obi-Wan Kenobi y Qui-Gon Jinn son secuestrados hacia el planeta Phindar, se encuentran atrapados en un mundo enloquecido. El Sindicato controla a su gente renovando sus memorias. La única esperanza del planeta se encuentra en una banda de ladrones rebeldes.


Capítulo 4

Abandonaron la plataforma de aterrizaje y tomaron por una calle estrecha y serpenteante que les condujo al centro de la ciudad. El Maestro Jedi ordenó a su discípulo que se pusiera la capucha para ocultar el rostro.
—Debemos estar en Phindar. Sólo nos hemos cruzado con phindianos, y sé que debimos desviarnos cerca de Gala. Debemos estar en Laressa, la capital. No creo que haya muchos alienígenas en este mundo y hay que procurar no llamar la atención. Oculta tus brazos con la capa.
Obi-Wan le obedeció.
—Pero, Maestro, ¿por qué dices que será Piloto quien nos encuentre? ¿Cómo lo sabes?
—No fue accidental que aterrizáramos aquí.
Al muchacho le había parecido un completo accidente, pero sabía que no debía decirlo. En vez de eso, se concentró en lo que le rodeaba. Ya no estaba distraído. Había olvidado que era su cumpleaños, había olvidado todo lo que no fuera fijarse en la manera en que Qui-Gon se desplazaba por las calles. Había ido cambiando su actitud a medida que se acercaban al centro de la ciudad y las calles se iban llenando de gente. El porte del Caballero Jedi llamaba normalmente la atención; era un hombre alto, de poderosa constitución y que se movía con gracia.
Pero en este planeta se movía de otro modo. Había perdido aquello que lo distinguía de los demás y procuraba mezclarse con la multitud. Obi-Wan observó y aprendió, y equiparó su paso al de los que le rodeaban, miró a donde ellos miraban, apartaba los ojos para fijarlos en el camino, y mantuvo el mismo ritmo que los transeúntes. Se dio cuenta de que su Maestro hacía lo mismo, y que se estaba fijando en todo lo que le rodeaba, aunque no tuviera su habitual mirada feroz y escrutadora.
Phindar era un mundo extraño. La gente vestía con sencillez, y el joven se dio cuenta de que llevaban ropas varias veces remendadas. Los carteles de las tiendas anunciaban "Hoy no hay nada" o "Cerrado hasta nuevo reparto". Los phindianos miraban a los carteles, suspiraban y proseguían su camino, llevando las cestas de la compra vacías. Ante las tiendas cerradas había muchas colas, como si los phindianos esperasen una pronta apertura.
Había androides asesinos por todas partes, sus juntas chasqueaban, sus cabezas rotaban. Por las calles sin pavimentar y llenas de barro circulaban brillantes deslizadores plateados sin prestar atención a las normas de tráfico o a los transeúntes que intentaban cruzarlas.
Entre la gente parecía dominar un sentimiento común y el aprendiz Jedi intentó identificarlo con la Fuerza. ¿Cuál era ese sentimiento?
—Miedo —comentó Qui-Gon en voz queda—. Está por todas partes.
Tres phindianos vestidos con plateadas túnicas metálicas aparecieron de pronto en la acera. Caminaban hombro con hombro, con el rostro tapado por oscuros
 
visores que se tragaban la luz del sol. Los demás phindianos se apartaron a toda prisa de la acera para pisar la embarrada calzada. Sorprendido, Obi-Wan dio un traspié. La gente se había movido con mucha rapidez, sin pensar, pisando el barro en una reacción nacida del hábito. Los phindianos vestidos de plata no titubearon, tomando posesión de la acera como si tuvieran ese derecho.
El Caballero Jedi tiró de la capa de su alumno y los dos dejaron enseguida la acera pavimentada para pisar la embarrada calzada. Los hombres cubiertos de plata pasaron desfilando junto a ellos.
Apenas pasaron, los demás phindianos volvieron a la acera pavimentada sin que mediase palabra alguna. Una vez más reanudaron el proceso de mirar en las tiendas y de apartarse de ellas en cuanto comprobaban que no había nada a la venta.
—¿Has notado algo raro en alguno de ellos? —murmuró Qui-Gon—. Mírales a la cara.
El joven Kenobi miró a los viandantes a la cara. Vio resignación y desesperación, pero no tardó en darse cuenta de que en algunos de esos rostros veía... nada. Había un extraño vacío en sus ojos.
—Hay algo que va mal aquí —comentó su Maestro en voz baja—. Es algo más que miedo.
De pronto, un gran deslizador dorado apareció por una esquina. Los phindianos de la calle corrieron a ponerse a salvo, mientras los que estaban en la acera se pegaban contra los edificios.
Obi-Wan sintió que el Lado Oscuro de la Fuerza envolvía al deslizador dorado. Qui-Gon le tocó suavemente en el hombro, incitándole a apartarse silenciosa y rápidamente. Se metieron en un callejón desde donde vieron pasar a la nave.
A los controles iba un conductor enteramente vestido de plata. En el asiento de atrás iban dos figuras. Vestían largas túnicas doradas. La mujer phindiana tenía hermosos ojos anaranjados con vetas del color de su túnica. El hombre que iba con ella era más alto que la mayoría de sus congéneres, y tenía los brazos largos y fuertes del pueblo de Phindar. Tampoco llevaba un visor espejado y sus pequeños y broncíneos ojos exploraban la calle con arrogancia.
Obi-Wan no necesitaba que una lección del Templo le dijera que debía prestar atención. Tenía todos los sentidos alerta. Su Maestro tenía razón. Algo iba muy mal en ese lugar. Hasta el último detalle de lo que había visto así se lo decía. Aquí actuaba la maldad.
El deslizador dorado dobló una esquina, casi atropellando a un niño que fue apartado frenéticamente por su madre. El aprendiz de Jedi miró incrédulo cómo se alejaba.
—Vamos, Obi-Wan —repuso el Caballero Jedi—. Vamos al mercado.
Cruzaron la calle hasta llegar a una gran plaza. Era un mercado al aire libre semejante a los que el joven había visto en Bandomeer y Coruscant. Se
 
diferenciaba de ellos que si bien también había muchos puestos en él, no tenían nada a la venta. Apenas unas piezas metálicas inútiles o unos vegetales podridos.
Aun así, el mercado estaba abarrotado de gente yendo de un lado a otro. El muchacho no tenía ni idea de lo que podían estar comprando. Al otro lado de la plaza había un escaparate donde podía verse a un trabajador encendiendo su cartel luminoso. La palabra brilló roja: "Pan". De pronto, la masa de gente empezó a moverse y a empujar y a apresurarse hacia esa tienda. En pocos segundos se formó una cola que serpenteó por todo el perímetro de la plaza.
Los dos Jedi estuvieron a punto de separarse en medio de la confusión. Pero, entonces, una figura apareció de pronto junto a Qui-Gon.
—Me alegro de volver a ver a los Jedi —recalcó Piloto en tono placentero, como si estuviera hablando del buen tiempo—. Seguidme, por favor.




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