Mundo Star Wars: Aprendiz de Jedi Volumen 1. El Resurgir de la Fuerza -CAPÍTULO 18-

           



Obi-Wan Kenobi quiere desesperadamente ser un Caballero Jedi. Después de pasar años en el Templo Jedi, conoce el poder del sable láser y de la Fuerza. Pero no sabe cómo controlar su miedo y su ira, y el Maestro Jedi Qui-Gon Jinn le rechaza para ser su padawan.


CAPÍTULO 18

Las técnicas Jedi de curación de Qui-Gon requerían concentrar toda su energía en juntar sus músculos desgarrados y luchar contra la infección. Sin embargo, sus pensamientos volvían una y otra vez a Obi-Wan, y a la expresión de derrota que había mantenido durante su conversación.
¿Por qué insistía el chico de forma tan persistente? Había conocido a multitud de iniciados a lo largo de los años. Muchas veces les había informado educadamente de que no cumplían los requisitos necesarios para convertirse en un Caballero Jedi. Lo había hecho con cuidado, evitándoles la decepción de descubrirlo demasiado tarde. ¿No era así?
Qui-Gon se tumbó con resolución en el lecho. Los remordimientos le mantendrían despierto, y él necesitaba descansar.
La nave estaba extrañamente tranquila. Todo el mundo se había quedado exhausto tras la batalla contra los piratas. Qui-Gon oía únicamente el ruido de las olas al chocar contra la orilla y el murmullo rítmico de algunos animales moviéndose por debajo de la nave. Esperó a que esos sonidos le acunaran hasta dormirse.
Pero, debido al dolor o a los remordimientos, no sabría decirlo, durmió sin descansar. Medio despierto tras un sueño agitado. Qui-Gon se levantó y cruzó la habitación en busca de una toalla con la que secarse la frente sudorosa. Bebió algo de agua y después apoyó su frente caliente sobre el frío cristal transparente de su pequeña escotilla. En la distancia, los escarpados acantilados parecían relucir y vibrar. ¿Le estaría subiendo la fiebre? Una extraña niebla amarilla le nubló la vista.
Se había levantado demasiado pronto. Qui-Gon volvió a su cama y esta vez cayó en un profundo sueño del que no se acordaría después.
Cuando se levantó por la mañana su brazo derecho estaba agarrotado, pero había mejorado. Un androide de la nave había remendado y lavado sus ropas. Mientras se vestía, se dio cuenta de que tenía hambre. Era una buena señal.
Cuando iba a la cocina, vio que la nave estaba revuelta. Los arconas pasaban corriendo a su lado, llevando cajones de embalaje con objetos personales.
Preguntó a uno lo que sucedía.
—La marea está subiendo —le dijo el arcona—y puede que inunde la nave. Los motores están siendo reparados y no podrán estar listos a tiempo. Tenemos que evacuar.
¿Evacuar? —preguntó Qui-Gon sorprendido. Con los dragones fuera era peligroso—. ¿Evacuar adonde?
—Hacia las colinas, al interior de la isla. La tripulación de la nave ha encontrado algunas cuevas. Debemos llegar a ellas antes de que el sol esté alto en el cielo y los dragones despierten.
El arcona iba corriendo, remolcando paquetes y pesadas cajas.
 
Vamos de mal en peor, pensó Qui-Gon. Habían sido atacados por piratas y, después, mientras que Jemba los apuntaba a todos con un arma, habían hecho un aterrizaje de emergencia en un mundo extraño. Y ahora, con las reservas de alimentos limitadas, tenían que abandonar la nave para esconderse en unas cuevas. Podía sentir un peligro creciente. Era posible que los piratas vinieran a rematarlos, o que todos murieran de hambre o luchando unos contra otros. La marea podía cubrir la isla entera.
Los arconas que pasaban corriendo parecían débiles y abatidos. No habían tomado sus dáctilos la noche anterior y tampoco esa mañana. Qui-Gon se preguntaba cuánto tiempo podrían aguantar sin ellos.
Anduvo hacia la habitación de Clat’Ha y encontró a la chica empaquetando sus pertenencias a toda prisa. La puerta estaba abierta.
Miraba hacia arriba cuando Qui-Gon entró en la habitación.
—Deberías darte prisa y empaquetar tus cosas —dijo —. La marea está subiendo deprisa y el sol saldrá pronto. Tenemos que abandonar la nave. — Sonrió a la vez que se retiraba un mechón de pelo pelirrojo de los ojos, que brillaban verdes y traviesos —. Jemba está furioso. Puede que tenga miedo de no caber en una cueva.
¿Por qué está tan enfadado? —preguntó Qui-Gon con curiosidad. Clat'Ha se encogió de hombros.
—Porque es algo que escapa a su control, supongo. Al principio pensó que la tripulación estaba mintiendo, pero al final tuvo que reconocer que, si continuábamos aquí, podíamos hundirnos. Casi merecería la pena verle perder la calma.
Qui-Gon frunció el ceño.
¿Cuánto tardarán los arconas en necesitar dáctilos?
La alegría que había en los ojos de Clat'Ha se transformó instantáneamente en preocupación.
—Algunos están empezando a desmayarse —dijo tranquilamente—. Si no consiguen tomar dáctilos antes de esta noche, empezaran a enfermar y a morir.
—Tan pronto —murmuró Qui-Gon. Algo le reconcomía, su instinto le decía que había pasado algo por alto.
La cólera de Jemba. Un ruido de pasos suaves de animales. Un acantilado sólido que se movía. Una neblina amarilla...
Pero no había más animales en la isla que los dragones. Poco antes de aterrizar, la tripulación había investigado para comprobar si había depredadores. Y la neblina no había aparecido delante de sus ojos. Una cueva del propio acantilado había sido iluminada con una débil luz amarilla.
Entendió lo que estaba pasando.
—Dile a los arconas que no tengan miedo —le dijo a Clat'Ha nerviosamente
—. Creo que sé dónde están los dáctilos. Volveré tan pronto como pueda.
—Iré contigo —se ofreció Clat'Ha al instante —. O podríamos pedir ayuda...
 
Qui-Gon consideró sus palabras. No había duda de que los dáctilos debían estar escondidos, pero con los dragones hambrientos cazando en los cielos diurnos, demasiada gente podría atraer su atención. Por no mencionar a Jemba, que estaría observando. Era mejor un solo hombre, vestido con ropas oscuras...
—Lo siento, Clat'Ha —dijo —. Sé que no te va a gustar lo que te voy a pedirte que hagas.
—Haré cualquier cosa —declaró Clat'Ha con valentía—. ¡Tenemos que encontrar los dáctilos!
—No, no lo entiendes —dijo Qui-Gon—. Te estoy pidiendo que esperes.

***
El hutt Grelb era bueno obedeciendo órdenes, y más si sabía que Jemba se comería su cola si no lo hacía. Se sentó en una roca a media altura del acantilado con su rifle láser preparado. Desde allí tenía una buena vista de la nave. Jemba le había mandado a ese lugar por dos razones: para proteger a los mineros y a los arconas mientras evacuaban la nave, y para asegurarse de que nadie trepaba hasta las cuevas más altas.
No es que Jemba se preocupara por el bienestar de los arconas, pero ahora eran de su propiedad y tenía que proteger su inversión.
A lo lejos, los dragones que volaban muy alto y los que colgaban de las rocas de las montañas no habían advertido la presencia de los hutts, los arconas o los whiphids. La niebla de las primeras horas de la mañana los ocultaba de su vista. Sin embargo, Jemba mantenía la guardia alerta, preparado para disparar a cualquier dragón que bajara desde el cielo, o a cualquier arcona que le diese problemas.
La noche anterior, la oscuridad les había protegido y nadie les había visto ascender con los dáctilos por los acantilados. Jemba había ordenado la mayor parte del trabajo a los whiphids, que podían deslizarse sobre sus pies y no hacían ruido mientras cargaban los dáctilos en paquetes y los sacaban fuera de la nave. Grelb estaba seguro de que nadie les había visto. El resto de los mineros de la nave estaban ocupados curándose las heridas después de la lucha con los piratas, y los arconas tenían demasiado miedo para sacar sus narices chatas fuera de sus habitaciones.
Había sido un contratiempo que la tripulación ordenara a todos abandonaran la nave para dirigirse a las cuevas. Incluso Jemba se había preocupado porque alguien pudiera encontrar por casualidad los dáctilos. Fue una suerte haber obligado a los whiphids a trepar tan alto.
La niebla estaba empezando a despejarse, pero unas nubes grises se acercaban desde el oeste. El aire olía a sal y a los distantes relámpagos. A Grelb le preocupaba que la tormenta obligara a los dragones a bajar y a posarse en la isla.
Mientras los arconas desalojaban la enorme nave oscura, un hombre captó la atención de Grelb: el Caballero Jedi Qui-Gon Jinn. Vestía una capa y una capucha, pero Grelb lo reconoció al instante por su tamaño y la manera de moverse. Qui-Gon caminó velozmente entre los arconas como si estuviera
 
ansioso por alcanzar las cuevas. Sin embargo, no tenía prisa por llegar a un lugar seguro.
Grelb cogió un par de macrobinoculares de su bolsillo y los enfocó hacia el Jedi. Qui-Gon subía la montaña tranquilamente, sin cansarse. Pero, en vez de entrar en la primera cueva donde los arconas ya se amontonaban, siguió escalando, avanzando paso a paso por un estrecho borde hasta alcanzar el lado de la montaña desde el que no podía ser visto.
Grelb se hubiera deslizado encantado detrás del Jedi y le hubiera disparado, pero no se atrevió a hacerlo sin el permiso de Jemba. Cogió su intercomunicador y presionó un botón. Tras unos segundos, Jemba contestó.
—El Caballero Jedi está subiendo hacia la cima de la montaña —dijo Grelb.
¿Adonde se dirige? —ladró Jemba. Sonaba asustado y tenía razones para estarlo.
—No lo sé, pero no me gusta —contestó Grelb. Jemba dudó por un momento.
—Coge refuerzos y asegúrate de que no vuelva.

***
Si Treemba parecía estar enfermo. El saludable tono verdoso de su piel había ido cambiando hasta el gris, y sus pequeñas escamas estaban empezando a desprenderse. Hacía horas que Qui-Gon se había ido.
Obi-Wan había sentido una gran frustración cuando Clat'Ha le había dicho que Qui-Gon se había marchado en busca de los dáctilos. Había aceptado que no sería el padawan del Jedi, pero ¿no podía Qui-Gon pedirle que le ayudara, aunque fuese por una vez?
Por supuesto que no lo había hecho. Por supuesto que se había marchado solo.
En la desagradable cueva en la que estaban refugiados, Obi-Wan miraba a su amigo con el ceño fruncido. Los hutts y los whiphids habían cogido las únicas linternas que había en la enorme cueva, de manera que la única luz que les llegaba era la de sus reflejos.
Los arconas se habían instalado en la caverna más lejana, aunque todas eran muy extrañas. Cada cueva medía cuatro metros de ancho en su parte más estrecha y diez de alto. Alrededor de una docena de pasadizos salían al exterior, pero los túneles se ensanchaban en numerosos huecos. Varias marcas de garras en el suelo mostraban que algún animal había pasado por allí, aunque los arconas no encontraron nada en la guarida.
Los trabajadores de Offworld vigilaban la puerta para asegurarse de que nadie se fugaba. Las estalactitas colgaban encima de sus cabezas como lanzas brillantes, y no había ningún lugar donde sentarse a excepción de las rocas desgastadas. En las sombras fantasmales, los ojos de los arconas brillaban tenuemente.
Si Treemba canturreaba. Otros, cerca de él, le imitaron. Obi-Wan llegó agachado cerca de donde estaba su amigo.
 
¿Qué estás tarareando? —dijo en voz baja.
—Cantamos una canción de acción de gracias —dijo Si Treemba y, a continuación, la tradujo para Obi-Wan:

El sol finalmente está oculto
y ahora nuestro mundo está oscuro. En esta cueva tenemos las piedras y a los hermanos a nuestra espalda.

Fuera puede que amenace tormenta. pero aquí el día está en calma.
Nos uniremos a la tierra como la carne al hueso. Pertenecemos a nuestros hermanos.

La canción le resultó triste a Obi-Wan, pero él no era un arcona. No estaba acostumbrado a hacer de una cueva su hogar. La canción debía sonar alegre para Si Treemba.
No podía entenderlo, pero parecía que los arconas se resignaran a morir. Necesitaba actuar y luchar, y ese deseo se hacía más fuerte por momentos. Obi-Wan luchó contra este sentimiento. ¿No había sido advertido una y otra vez sobre su impaciencia? Esto era la prueba. Tenía que vivir según el Código Jedi y esperar, incluso mientras su amigo perdía fuerzas. Era la tarea más dura que había realizado en su vida, pero confiaba en Qui-Gon.
—Prométeme —dijo tranquilamente Obi-Wan a Si Treemba—que no morirás aquí.
—No dejaremos que se nos vaya la vida aquí —prometió Si Treemba.
¿De verdad? ¿Esperarás hasta que Qui-Gon haya vuelto? —preguntó Obi-Wan angustiado.
—Intentaremos resistir, Obi-Wan —prometió Si Treemba—, pero los dáctilos deben llegar pronto.




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