Mundo Star Wars: Aprendiz de Jedi Volumen 1. El Resurgir de la Fuerza -CAPÍTULO 19-

            



Obi-Wan Kenobi quiere desesperadamente ser un Caballero Jedi. Después de pasar años en el Templo Jedi, conoce el poder del sable láser y de la Fuerza. Pero no sabe cómo controlar su miedo y su ira, y el Maestro Jedi Qui-Gon Jinn le rechaza para ser su padawan.


CAPÍTULO 19

Con cuidado, Qui-Gon Jinn empezó a subir paso a paso por un sendero que ningún humano había pisado antes. Mientras se agarraba a las pequeñas grietas, y se sujetaba como podía con los dedos de las manos y de los pies, la lluvia arreciaba.
Sabía que tenía que darse prisa. Había tardado más tiempo del previsto en llegar a este lado de la montaña, y sabía que si subía por el otro flanco sería descubierto inmediatamente. Pero, al final, era inevitable exponerse a ser visto. De ahora en adelante su camino iba directo hacia arriba.
En ese instante estaba más preocupado por los dragones que por los hutts. Las criaturas habían despertado. Algunos, para resguardarse de la lluvia, se habían posado sobre los peñascos que tenía encima. Él permanecía en las sombras y se movía entre las rocas, temiendo ser visto. A veces tenía que esperar durante varios minutos hasta que un dragón volvía su cabeza de escamas plateadas.
Paciencia, se decía a sí mismo una y otra vez. Debemos tener paciencia. Era un lema no escrito del Código Jedi, sin embargo, era difícil ser paciente cuando había tantas vidas pendientes de un hilo.
Sus dedos estaban heridos y sangraban. Cerca, los rayos desgarraban el cielo y los truenos resonaban. El cielo tenía un color plomizo. El viento azotaba y silbaba entre las rocas.
Estaba demasiado a la vista. Qui-Gon era un hombre grande, un gran blanco para los dragones. El destello de un rayo podía descubrir su posición o incluso matarle.
Qui-Gon se detuvo durante unos minutos, jadeando. La lluvia se escurría por su frente y hacía que sus ropas le pesaran. Estaba medio helado y todavía débil por las heridas que le había causado el pirata. Miró hacia el océano. No muy lejos, un dragón reluciente se lanzó al mar como un rayo, con sus alas recogidas.
Se zambulló en la superficie y después desplegó las alas. Cuando volvió a surgir de entre las olas coronadas de espuma blanca, un enorme pez brillante se retorcía en su boca.
Afortunadamente, el dragón no le había visto. O, si no era así, no estaba interesado por la carne humana. Puede que los dragones no hubieran encontrado nunca animales en tierra firme y no estuviesen acostumbrados a cazar en ella.
Qui-Gon no se preocupó de mirar hacia abajo. Encima de él, a unos pocos cientos de metros, podía ver una débil niebla que salía de una grieta y que el viento agitaba con furia. Alguien que no supiera lo que estaba buscando no se hubiera dado cuenta, pero el color amarillo de la niebla era bastante delator.
Los dáctilos debían estar allí.
El trayecto era difícil. No había caminos. Nadie había pisado anteriormente ni una roca de ese planeta. Cuando caminaba, cualquier piedra podía desprenderse. Además, podía sentir los pinchazos y el dolor de sus pies. Las
 
únicas plantas que encontró eran pequeños líquenes grises que crecían sobre casi cualquier superficie. Cuando estaban secos, andar sobre ellos era como caminar sobre una alfombra: pero, una vez que las lluvias de la mañana habían empezado a caer, los líquenes se volvían resbaladizos.
A pesar de que sentía la Fuerza guiándole hacia los dáctilos, todavía le parecía una tarea imposible.
Los rayos seguían rasgando el aire. Los truenos hicieron moverse las rocas que estaban entre las yemas de sus dedos. El viento soplaba a su espalda. Qui-Gon se pegó a la pared de piedra, mientras su hombro le daba pinchazos.
No queda mucho, se dijo a sí mismo.
Una pequeña explosión encima de su cabeza hizo que trozos minúsculos de roca chocaran contra su mejilla.
Por un momento pensó que un rayo había caído cerca, pero el impacto había resultado demasiado pequeño.
Un láser, ¡alguien le había disparado!
Qui-Gon giró la cabeza, miró hacia abajo y los divisó inmediatamente en las rocas de la pendiente. Para un hutt, resultaba difícil esconderse. Era Grelb, el mensajero de Jemba, que se deslizaba hacia arriba flanqueado por varios whiphids. Portaban pesados rifles láser y disparaban una y otra vez. El hutt reía alegremente.
Los disparos láser impactaron alrededor de Qui-Gon.
Su sable láser no le servía de nada en esas circunstancias. No tenía ningún sitio donde esconderse ni manera de luchar contra sus agresores.
Dolorosamente, Qui-Gon continuó subiendo.

***
El hutt Grelb reía encantado. Su plan había funcionado a la perfección. Sabía que Qui-Gon aparecería por ese lado de la montaña y que subiría directamente hacia los dáctilos. Todo lo que tenía que hacer era encontrar una buena posición y esperar.
Al principio había tenido miedo de los dragones y había permanecido quieto, con la intención de ser confundido con una roca; pero, gradualmente, Grelb se había ido relajando. Seguramente los dragones sólo comían pescado.
No tenía miedo por su seguridad, pero las irregulares rocas de este mundo amenazaban con desprenderse incluso en el escondite más seguro para Grelb. El hutt sólo quería volver tranquilamente a la nave, pero justamente ahora tenía un trabajo que hacer: matar al Jedi. E iba a ser un placer.
El Jedi estaba más arriba, atrapado contra la pared de un acantilado, y se esforzaba por llegar a la plataforma donde estaban escondidos los dáctilos. Qui-Gon no tenía ningún arma con la que dispararles y era un blanco perfecto. Parecía un asesinato fácil.
Grelb dijo a sus compinches:
—Tomaos tiempo. Vamos a divertirnos un rato.
 
Los whiphids se mostraron satisfechos. Les encantaba torturar a criaturas indefensas. Mantenían una descarga de fuego regular, fallaban a propósito y disparaban lo suficientemente cerca como para intentar aterrorizar al Jedi.
Grelb rió entre dientes.
¡Mirad cómo se retuerce, chicos! ¡Me recuerda al postre que cené anoche!
Pero la verdad era que el Jedi no se retorcía, ni se agachaba ni se amedrentaba. Su ritmo no había cambiado en absoluto. Tranquila y metódicamente, escalaba la pared del acantilado, incluso cuando las rocas saltaban a pocos milímetros de su cara.
Los whiphids empezaron a enfadarse.
¿Está ciego? —preguntó uno, quejándose —. Esto no es nada divertido.
Grelb frunció el ceño. No deseaba quejas de los whiphids porque necesitaba su lealtad.
¿Qué os parece si hacemos una apuesta? —sugirió—. Veamos quién puede quitarle una bota de un disparo.
¡Excelente! —gritó el primer whiphid—. ¡Apuesto cinco a que puedo quitarle la bota con el primer disparo!
¿De un solo disparo? —su compañero reía a carcajadas. La apuesta estaba hecha.
Para hacer más interesante el juego, Grelb apostó contra el whiphid dos contra uno. Con impaciencia, miró al Jedi, que seguía avanzando por el acantilado. Los dos whiphids que habían hecho la apuesta pusieron sus armas sobre los hombros. Grelb contuvo la respiración y esperó a que el primer whiphid disparara. Los relámpagos destelleaban y los truenos retumbaban.
Grelb sintió una ráfaga de viento a su espalda.
El Jedi había apoyado el pie derecho sobre un pequeño saliente y se estiraba para alcanzar un agarradero más arriba. Se balanceaba peligrosamente. Un disparo en el pie probablemente le haría caer.
¡Disparad ya! —gritó Grelb. Detrás de él, oyó un extraño sonido.
Grelb se volvió para mirar al whiphid, y allí, a espaldas del hutt, había un enorme dragón. Se había posado tan silenciosamente que no le había oído.
Era el primero que veía tan cerca. El dragón tenía pequeñas escamas plateadas por todo su cuerpo y unos enormes ojos amarillos como los de los peces. No tenía patas delanteras, sólo una enorme garra en cada ala. Su boca tenía los dientes más extraños que jamás había visto. Eran como agujas enormes que se arqueaban desde sus encías. El monstruo le recordaba vagamente a los peligrosos tiburones ithorianos.
El enorme reptil tenía la mitad del whiphid en la boca.
¡Aaaaagh! —gritó Grelb mientras se deslizaba hacia la cueva más cercana.
Todos los whiphids se volvieron y dispararon al dragón.
 
***
Qui-Gon tiró de sí mismo hacia arriba en los últimos tres metros, y después se metió en una pequeña cueva. Allí, descansó, jadeando durante un rato largo y sujetándose su dolorido brazo derecho. El fuerte olor del sulfuro y del amoníaco le inundó. Miró hacia el interior de la cueva. Los dáctilos habían sido arrojados en el suelo y desprendían una suave luz amarillenta.
Los disparos eran más continuos que nunca y las armas causaban continuas explosiones, pero, esta vez, los disparos no iban dirigidos a él. Los whiphids se habían escondido entre las rocas y estaban abriendo fuego contra los dragones. Los disparos láser atraían a las criaturas, que rugían en el cielo y bajaban en bandadas desde los acantilados. Muchas de las enormes bestias rodeaban a los whiphids, y otras, movidas por la necesidad de obtener comida, descendían desde los cielos.
Qui-Gon miró hacia el acantilado y observó la lucha que se desarrollaba abajo. A pesar de haber caminado durante toda la mañana, no había atraído la atención de ningún dragón. Ahora, los disparos de los estúpidos whiphids estaban atrayendo a toda la bandada.
Los dragones causaban un gran griterío, se lanzaban desde las nubes con sus enormes alas plateadas y volaban sobre las rocas moviendo sus cabezas. Los dientes relucían con los reflejos de los relámpagos.
Los whiphids se dispersaron, intentando esconderse tras las grandes rocas. Uno de ellos gritó de terror cuando un dragón cayó desde el cielo y lo atrapó en el lugar donde estaba escondido.
Qui-Gon aprovechó la distracción para guardar los dáctilos dentro del saco de tela que había llevado con él. Durante varios minutos, los whiphids lucharon, gritaron y murieron a medida que docenas y docenas de enormes dragones caían sobre ellos.
De repente, una enorme sombra cubrió la luz que entraba en la cueva. Un dragón chilló con un grito tan agudo que las rocas que rodeaban a Qui-Gon temblaron. El Maestro Jedi se colocó junto a una pared de la cueva.
Fuera, en la entrada de la cueva, el dragón arañaba la roca con las garras de sus alas. La criatura dejó escapar el agudo chillido otra vez, y Qui-Gon comprendió que no podía hacer nada.
Le había visto.

***
Mientras los dragones se lanzaban desde el cielo, Grelb se alejó, deslizándose sin hacer ruido. Los enormes y peludos whiphids se movían entre las rocas, disparando sus armas, emitiendo gritos de guerra y distrayendo la atención de los dragones.
Afortunadamente para Grelb, los jóvenes hutts, como ciertas clases de gusanos y babosas, podían encogerse y aplastarse contra las rocas para atravesar agujeros estrechos.
De esa manera, Grelb se alejó rápidamente de los enormes whiphids, y los dejó solos frente a los dragones.
 
Había descendido medio camino, cuando finalmente se atrevió a levantar la cabeza lo suficiente como para echar un vistazo al vasto océano. Incluso en esos momentos, mantenía su rifle láser pegado al pecho. La marea había subido y ahora golpeaba contra el casco de la Monument. Jemba había abandonado la nave en vano, porque en ese día no iba a inundarse. Grelb se sintió aliviado, pensando que todavía podía abandonar vivo esa roca.
Detrás de él, en las montañas, los whiphids daban cada vez menos gritos de guerra. Habían dejado de disparar. Grelb se estremeció de terror pensando lo que les había ocurrido.

***
Los chillidos del dragón habían alertado a los demás. Una vez que el primero había introducido su larga cabeza plateada dentro de la entrada de la cueva, los otros competían para coger posición. Los relámpagos encendían el cielo detrás de él. Unos dientes tan largos como cuchillos relucían cerca de la cara de Qui-Gon, que podía reconocer el olor a pescado muerto en el aliento del dragón.
De repente, en medio de su desesperación, Qui-Gon sintió algo extraño, una débil oleada de la Fuerza. A medida que se concentraba, se hacía más fuerte. Alguien le estaba llamando, un Jedi.
¡Obi-Wan me necesita!, se dio cuenta.
Sorprendido, se fue deslizando hacia el interior de la cueva. Necesitaba calmarse y pensar. El chico no debería haber sido capaz de llamarle. Obi-Wan no era su padawan. No estaban conectados.
Pero no tenía tiempo de preguntarse sobre el significado de la llamada. Era urgente y debía ser obedecida. Con un movimiento instintivo, Qui-Gon miró rápidamente hacia la entrada de la cueva. Durante un momento, el dragón golpeaba sus alas contra las piedras y bloqueaba la salida, pero, de repente, desapareció con torpes movimientos.
Hacía mucho tiempo que Qui-Gon seguía los dictados de la Fuerza. Ahora sentía que le estaba llamando mediante señales. Date prisa, le ordenaba. Vete a ayudar a Obi-Wan.
El corazón de Qui-Gon estaba acelerado. El Jedi cogió impulso y saltó desde la entrada de la cueva, con la certeza de que doscientos metros más abajo había rocas afiladas como cuchillas. Sin embargo, Qui-Gon confió en la Fuerza.
No llegó a caer ni siquiera una docena de metros. ¡Su salto le había hecho aterrizar justo encima de un dragón!
Cayó sobre el cuello de la bestia con un golpe sordo. La criatura, mojada y sucia, hizo resbalar a Qui-Gon, pero éste se agarró a las escamas con las yemas de sus dedos. Los doloridos músculos de su hombro palpitaban y ardían. Subió las piernas y acabó cabalgando sobre la espalda del dragón.
La criatura, aterrada, rugió. Había subido volando para devorar al Jedi, y ahora lo tenía sobre el cuello. El dragón trató de deshacerse de él. Chilló una y otra vez y, movido por el pánico, se dio la vuelta agitando las alas y empezó a descender hacia el mar.
 
Qui-Gon sujetó su preciosa bolsa de dáctilos con una mano, y se dobló para acoplarse al cuello del dragón. Usando todo el poder que podía reunir, susurró a la bestia:
—Amigo, ayúdame. Llévame abajo, a las cuevas. ¡Date prisa!
Los dragones que estaban cazando whiphids oyeron el chillido desesperado del que llevaba encima a Qui-Gon. Miraron hacia arriba y vieron que tenía algo en la espalda. Entonces subieron en bandada y empezaron a perseguirle.
El dragón sobre el que iba montado Qui-Gon desplegó sus alas y voló rápidamente hacia las cuevas. El Maestro Jedi no estaba seguro de poder controlar a la bestia durante mucho tiempo. Su pequeño cerebro tenía pensamientos crueles y se movía porque estaba muy hambriento.

***
Grelb, que se lamentaba de la muerte de sus secuaces, volvió la mirada hacia la montaña. Se acercaba una bandada de cientos de dragones.
Para su sorpresa, Grelb vio a Qui-Gon saltar hacia las cavernas desde la espalda de un dragón cazador. El Jedi corrió en dirección a la nave.
El hutt abrió la boca sorprendido y corrió a esconderse detrás de una roca. Allí, se sentó temblando. El Jedi estaba vivo y había regresado de la montaña. Eso sólo podía significar una cosa.
Grelb estaba perdido. Jemba le mataría de un solo golpe cuando asomara la cara. O puede que le matara lentamente, para que le sirviera de escarmiento.
Había escalado a una posición de poder secundando a Jemba y no iba a dejar que un Jedi le derrotara. ¡Había trabajado mucho! Todos los asesinatos, todas las torturas a inocentes y todo el esfuerzo no se iban a malgastar ahora.
Tendría que matar al Jedi con sus propias manos, antes de que llegara a las cuevas y Jemba lo viera.
Tan rápido como pudo, Grelb se deslizó entre las rocas.
 



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