En
las cuevas, los arconas empezaban a desfallecer rápidamente. Sus ojos bioluminiscentes
iban apagándose como las
ascuas de un fuego.
Allí, Clat'Ha y
otra pareja de humanos cuidaban a los que caían. La mujer, que normalmente demostraba entereza, parecía agotada
y sin fuerzas. Lo único que podía hacer por los arconas
era intentar que el entorno
fuese confortable.
Si Treemba, que
no se había movido desde hacía horas, le susurró a Obi- Wan que estaba guardando fuerzas. Sin embargo, el joven Jedi
adivinó que lo que realmente ocurría era que su amigo
estaba demasiado débil para moverse.
Obi-Wan,
desesperado, no soportaba la quietud ni la impotencia que sentía ante la lenta muerte de su amigo. Había
pensado varias veces escaparse para ir
a buscar a Qui-Gon, pero se había resistido a hacerlo. Tenía que estar al lado de su
amigo y protegerle.
Obi-Wan apoyó la frente
en las rodillas, en un gesto de desesperación, y miró al suelo de la caverna. ¿Para qué servía todo su
entrenamiento Jedi? Nunca se había
sentido tan inútil. Nada de lo aprendido, ni siquiera las palabras de Yoda, le habían preparado para un
momento como ése. Había llegado el final
de todo: su fe, su esperanza y su confianza en sí mismo. Había fallado. Durante
toda la vida lo recordaría como su momento
más amargo.
Su momento
más amargo...
Obi-Wan recordó
algo, una conversación que había tenido
con Yoda.
—
¿Cuál es mi límite y cómo sabré que he llegado a él?
—había preguntado Obi-Wan—. Y si
estoy en esa situación, ¿a qué puedo recurrir en busca de ayuda?
Entonces fue
cuando Yoda le había dicho que en momentos de peligro extremo, cuando se había hecho todo lo posible, podía usar la
Fuerza para llamar a otro Jedi.
—Cerca debes estar —había dicho Yoda—.
Conectado.
Puede que Qui-Gon
no pensara que tenían esa conexión, pero, aun así, Obi- Wan tenía que intentarlo.
En la oscura
cueva. Obi-Wan invocó a la Fuerza. La sintió latir y se metió en su energía. Puso en marcha toda su
sensibilidad Jedi y buscó la presencia del Maestro
Qui-Gon. Obi-Wan era muy joven y no podía controlar la Fuerza como quería, pero, hablando para sí mismo,
lanzó un mensaje: ¡Qui-Gon!
¡Vuelve! Los arconas morirán
pronto sin los dáctilos.
Resonó una gran
carcajada en la entrada de la caverna. Obi-Wan miró hacia arriba.
Había llamado a Qui-Gon con todas sus fuerzas, pero, en su lugar, había aparecido el hutt
Jemba. Era demasiado para sus habilidades.
Jemba les miraba
desde arriba, cubriendo la entrada de la caverna con su enorme volumen.
—
¿Cómo os encontráis? Espero que bien —tanteó —.
Bueno, en caso de que no lo estéis,
yo vendo dáctilos. Dáctilos para los necesitados. Tenemos algunos por aquí y muchos más escondidos
en alguna parte. ¡El precio será sólo vuestras
vidas!
Los arconas
comenzaron a quejarse por toda la cueva. Algunos de ellos se volvieron y empezaron a gatear penosamente
hacia el hutt que les ofrecía los dáctilos.
Obi-Wan, furioso,
se puso de pie en un salto.
— ¡Un momento! —gritó.
Antes de que se
diera cuenta, su sable láser estaba desenvainado. Recorrió cincuenta metros, saltando por encima de
docenas de arconas agonizantes, y plantó
cara al hutt. Allí, ondeó la espada de luz por encima de su cabeza en un gesto típico Jedi. El parecido del hutt
con una babosa se veía claramente a la luz del sable. Una docena de hutts y whiphids llenaron
el túnel detrás de él, pero el volumen de Jemba dificultaba sus posibles disparos.
—Bien, bien —rugió Jemba—.
¡Me alegra comprobar
que eres valiente
incluso cuando no tienes a tu Maestro
para cubrirte las espaldas!
—Vete, Jemba
—acertó a decir Obi-Wan. Estaba lleno de ira, pero su voz sonó cómica por su corta edad.
A su espalda, empuñando
la pistola láser,
apareció Clat'Ha.
—El chico
tiene razón. No eres bienvenido aquí.
—Muy bien —bramó
Jemba—. Si eso es lo que queréis, dejaré encantado que vuestros amigos mueran.
— ¡Devuélveles los dáctilos! —ordenó
Obi-Wan.
El joven aprendiz agarró con fuerza su sable láser y pudo sentir la temperatura que calentaba el pesado mango.
El filo crepitó en el aire y cada uno
de sus músculos se preparó para saltar hacia delante y hacer rodajas al hutt.
—
¿No os parece
divertido? —Jemba se dirigió a su cohorte—.
No sabe usar la Fuerza. Está en los registros de
la nave. No es más que un granjero, un repudiado del Templo Jedi.
Obi-Wan luchó
contra su propia ira, que crecía ante la ofensa de Jemba. Durante unos largos segundos, buscó dentro
de sí mismo una manera de calmarse y
encontrar paz. Y entonces recordó las palabras de Qui-Gon. Jemba no era
el verdadero enemigo. Lo era la
cólera.
Por fin encontró
la calma que necesitaba y puso todos sus sentidos para que la Fuerza fluyera a través de él. Ahora
podía sentirla a su alrededor; en Jemba, en
las piedras, en los arconas que iban cayendo tan deprisa a sus espaldas. La sintió
y se entregó a ella.
— ¡Qui-Gon! —gritó
Obi-Wan sorprendido.
Estaba tan concentrado llamando
al Maestro Jedi para que le ayudara
que se sintió atónito cuando
percibió algo más: Qui-Gon le estaba pidiendo ayuda a él.
—
¡Jemba, quítate de mi camino! —dijo Obi-Wan —. ¡Qui-Gon está en peligro!
—
¡Ja, ja, ja! —rugió el enorme hutt, palmeándose los
costados como si la risa le produjese
dolor—. ¿Por qué no me sorprende? ¡Puede que sea porque he mandado a mis hombres a matarlo!
Pero no era
solamente Qui-Gon. El peligro se cernía sobre todos ellos. Qui- Gon no sólo estaba pidiéndole ayuda.
Estaba intentando advertir a Obi-Wan de un
peligro.
—Te lo advierto.
Jemba —dijo Obi-Wan —. ¡Todos estamos en peligro!
—
¿Qué quieres de mí, pequeño? —preguntó Jemba—.
¿Quieres que me mire los zapatos para que puedas apuñalarme? ¡Ja, ja, ja! Ese truco no funciona
conmigo. ¡Los hutts no
tenemos pies!
Estaba perdiendo
el tiempo. Obi-Wan dio un salto mortal en el aire y aterrizó delante de Jemba. Después, utilizando el
impulso de su caída, saltó por encima de la cabeza
del hutt. Obi-Wan aterrizó en la espalda de Jemba y el hutt chilló.
— ¡Ya te lo advertí!
—le gritó Obi-Wan,
agarrando su sable
láser con fuerza.
Luego se deslizó
por la cola de Jemba y fue saltando sobre las cabezas de los sorprendidos guardias whiphids.
Un whiphid
abrió fuego contra la espalda
de Obi-Wan, pero éste pudo colocar
su sable láser en el dorso y rechazó el disparo. El joven corrió a través de los túneles,
pasando cerca de los sorprendidos hutts y whiphids.
Su necesidad de encontrar a Qui-Gon era prioritaria. Se había sorprendido al recibir la llamada
de aviso del Caballero Jedi y sentir
que estaban conectados.
Detrás de él,
unos cuantos whiphids rugieron con gritos de guerra, pero Jemba gritó por encima del resto:
— ¡No! ¡Dejádmelo a mí! ¡El chico es mío!
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